lunes, 26 de diciembre de 2011

120 Aniversario de Henry Miller


120 Aniversario de


Henry Miller
(26/12/1891–7/6/1980)
 
Henri Miller en Paris, 1931. Foto de Brassaï.

La revolución moral de nuestro tiempo
Henry Miller, sedicioso
Lisandro Otero / Rebelión / 22 - 05 - 2004
En la década del cincuenta intentar la lectura de Henry Miller era poco menos que una aventura pecaminosa, ilícita y clandestina. En aquellos años vivía yo en París y para hallar una edición de Trópico de Cáncer o de Trópico de Capricornio era necesario acudir a la pequeña librería de la Olympia Press, aventura editorial de Maurice Girodias, abierta en la Avenue de l’Opera. Allí fui una tarde neblinosa de 1954 para adquirir los libros de quien mis condiscípulos en La Sorbona tanto hablaban. Sigilosamente, como un conspirador en ciernes, me deslicé por los pasillos alfombrados, entre anaqueles, hasta hallar el opúsculo supuestamente tenebroso. Quedé deslumbrado con su lectura. Desde mi descubrimiento de Kafka no había experimentado tanto estupor.  (Continúa en archivo adjunto) 
AL CUMPLIR OCHENTA
Henry Miller
Si a los ochenta años no estás ni tullido ni inválido y gozas de buena salud, si todavía disfrutas una buena caminata y una comida sabrosa (con todo y acompañamientos), si duermes sin pastillas, si las aves y las flores, las montañas y el mar te siguen inspirando eres de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma. En cambio si eres joven pero ya tienes cansado el espíritu y estás a punto de convertirte en autómata, sería bueno que te atrevas a decir de tu jefe —en silencio, claro— “¡Al carajo con ese fulano, no es mi dueño!”. Si no te has quedado culiatornillado y si te sigue emocionando un buen trasero o un magnífico par de tetas, si todavía puedes enamorarte las veces que sea y si perdonas a tus padres por el delito de haberte traído al mundo, si te hace feliz no llegar a ningún lado y vivir al día, si puedes olvidar y perdonar y evitar volverte amargado, cascarrabias, resentido y cínico, hombre, ya vas ganando.
Lo que importa son las cosas pequeñas, no la fama ni el éxito o el dinero. La cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú que no se estorban ni se molestan. Ni por un instante se te ocurra que los genios viven felices; todo lo contrario, dan gracias por ser del montón. (Continúa en archivo adjunto)
HENRY MILLER, EGO Y DESEO
Cada novela es parte del libro de una vida que terminó hace 30 años
Xavier Quirarte
Ego y deseo. A una edad en la cual la mayoría de los hombres son un manojo de enfermedades -reales o imaginarias-, Henry Miller no ha perdido ninguno de los dos atributos ni mucho menos su espíritu creativo. De Bartillat, que como resultado de una serie de largas entrevistas escribirá más adelante Conversaciones con Henry Miller (Barcelona, Granica Editor, 1977) constata que el anciano disfruta la vida, pinta y escribe, pero también se enamora, sufre y en ocasiones llora. Se sabe poseedor de la clase de sabiduría que sólo otorga una vida plena, una sabiduría que no deja de plantear dudas, preguntas.
La vida de Miller, nacido el 26 de diciembre de 1891, fue una constante lucha por mantener la libertad que aprendió a saborear desde que era niño, como lo recuerda en sus conversaciones con De Bartillat. "Podía corretear por el campo desde la mañana, deambular por las calles todo el día con mis amigos, volver a casa de noche, muy tarde. Nadie me preguntaba nada. Es lo que aprecio por encima de todo, mi libertad. La tuve muy temprano en mi vida y, desde entonces, siempre he luchado incansablemente por ella. La libertad es lo más precioso. Algo que ningún gobierno puede darnos: debemos crearla de nuevo, a partir de nosotros mismos". (Continúa en archivo adjunto)
Trópico de Cáncer
(Tropic of Cancer, 1934)
—Fragmentos—
Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar.
No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.
Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver...
Para cantar, primero hay que abrir la boca. Hay que tener dos pulmones y algunos conocimientos de música. No es necesario tener un acordeón ni una guitarra. Lo esencial es querer cantar. Así, pues, esto es una canción. Estoy cantando.
(…) Mi mundo de seres humanos había perecido; estaba completamente solo y por amigos tenía a las calles, y las calles me hablaban en ese lenguaje triste y amargo compuesto de miseria humana, anhelo, pesadumbre, fracaso, esfuerzos inútiles. Al pasar una noche bajo el viaducto por la rue Broca, después de enterarme de que Mona estaba enferma y en la miseria, recordé de pronto que fue aquí, en la desolación y sordidez de esta calle hundida, aterrorizada quizá por una premonición del futuro, donde Mona se me agarró y con voz trémula me hizo prometerle que nunca la abandonaría, nunca, pasara lo que pasase. Y sólo unos días después me encontraba en el andén de la Gare St. Lazare y miraba partir el tren, el tren que se la llevaba: ella estaba asomada a la ventana, igual que se había asomado a la ventana cuando salí de Nueva York, y tenía la misma sonrisa triste e inescrutable en la cara, esa expresión de última hora con la que se pretende comunicar tantas cosas, pero que es sólo una máscara desfigurada por una sonrisa vacía. Hacía sólo unos días que se había agarrado a mí desesperadamente, y después algo ocurrió, algo que ni siquiera está claro para mí ahora, y por su propia voluntad subió al tren y me volvió a mirar con esa sonrisa triste y enigmática que me desconcierta, que es injusta, forzada, de la que desconfío con toda mi alma. Y ahora soy yo, parado a la sombra del viaducto, quien tiendo los brazos hacia ella desesperadamente y en mis labios aparece esa misma sonrisa inexplicable, esa máscara que he colocado sobre mi pena. Puedo quedarme aquí parado y sonreír inexpresivamente, y por fervorosas que sean mis plegarias, por desesperado que sea mi anhelo, hay un océano entre nosotros; ella seguirá allí en la miseria, y yo caminaré aquí de una calle a otra, con lágrimas ardientes quemándome el rostro.
Esa clase de crueldad es la que está incrustada en las calles; eso es lo que nos salta a la vista desde las paredes y nos aterroriza, cuando reaccionamos de repente ante un miedo indescriptible, cuando nuestra alma es presa de un pánico atroz. Eso es lo que da a los faroles sus terribles efectos, lo que les hace llamarnos con señas y atraernos hacia su abrazo estrangulador; eso es lo que hace que ciertas casas parezcan las custodias de crímenes secretos y sus ventanas ciegas las cuencas vacías de ojos que han visto demasiado. (Continúa en archivo adjunto)
Primavera Negra
(Black Spring, 1934)
—Fragmentos—
EL DISTRITO DECIMOCUARTO
Lo que no está en el medio de la calle es falso,
derivado, es decir, literatura.
Soy un patriota —del Distrito Decimocuarto de Brooklyn donde me crié. El resto de los Estados Unidos no existe para mí, excepto como idea, o historia o literatura. A los diez años fui arrancado de mi suelo nativo y llevado a un cementerio, un cementerio luterano, donde las lápidas están siempre en orden y las coronas nunca se marchitan.
Pero yo nací en la calle y me crié en la calle. "La calle abierta de la era post-mecánica donde la más hermosa y alucinante vegetación de hierro... ", etc. Nací bajo el signo de Aries, que da un cuerpo fogoso, activo, enérgico y algo inquieto. ¡Con Marte en la novena casa!
Haber nacido en la calle significa vagar toda la vida, ser libre. Significa accidente e incidente, drama, movimiento. Significa, sobre todo, ensueño. Una armonía de acontecimientos irrelevantes que dan a nuestro vagabundeo una certitud metafísica. En la calle se aprende lo que realmente son los seres humanos; de otro modo, o más adelante, uno los inventa. Lo que no está en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura. Nada de lo que se llama "aventura" se acerca nunca al sabor de la calle. No importa que volemos al polo, que nos sentemos en el fondo del océano con una almohadilla en la mano, que levantemos nueve ciudades una tras otra o que, como Kurtz, remontemos un río y nos volvamos locos. No importa cuán excitante, cuán intolerable sea la situación, siempre habrá salidas, siempre habrá mejoras, comodidades, compensaciones, periódicos, religiones. Pero alguna vez no hubo nada. Alguna vez fuimos libres, salvajes, asesinos...
Los muchachos a quienes hemos adorado la primera vez que pisarnos la calle se quedan con nosotros para toda la vida. Son los únicos héroes reales. Napoleón, Lenin, Al Capone — todos pertenecen al mundo de la ficción.
(…) Súbitamente, al caminar por una calle, ya sea en realidad o en sueños, se descubre por primera vez que los años han huido, que todo se ha ido para siempre y que vivirá sólo en el recuerdo; entonces el recuerdo se vuelca hacia adentro con una claridad aferrante, extraña y volvemos perpetuamente sobre esas escenas y esos incidentes, en sueños y en ensueños, mientras caminamos por una calle, mientras nos acostamos con una mujer, mientras leemos un libro, mientras hablamos con un desconocido... Súbitamente, pero siempre con aterradora insistencia y siempre con aterradora precisión, estos recuerdos intervienen, surgen como fantasmas e impregnan cada fibra de nuestro ser. A partir de entonces todo se mueve en niveles cambiantes: nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestras acciones, toda nuestra vida. Un paralelogramo en el que saltamos de un escalón de nuestro cadalso hacia otro. A partir de entonces caminos divididos en millares de fragmentos, como un insecto de cien pies, un ciempiés de patas delicadas que bebe en la atmósfera; caminamos sobre filamentos delicados que beben ávidamente el pasado y el futuro, y todas las cosas se derriten en música y en tristeza; caminamos contra un mundo unido, afirmando nuestra división. Todas las cosas, cuando caminamos, se dividen con nosotros en miríadas de fragmentos iridiscentes. La gran fragmentación de la madurez. El gran cambio. En la juventud éramos un todo y el terror y el dolor del mundo penetraban en nosotros total y enteramente. No había una aguda separación entre la alegría y el pesar: se fundían en una sola cosa, como nuestra vida de vigilia se funde con el ensueño y con el sueño. Nos levantábamos siendo un ser por la mañana y por la noche bajábamos a un océano, nos ahogábamos completamente, aferrando las estrellas y la fiebre del día. (Continúa en archivo adjunto)
Trópico de Capricornio
(Tropic of Capricorn, 1938)
—Fragmentos—
EN EL TRANVÍA OVÁRICO
Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio nunca hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, no había sino disputa y discordia. En todo veía en seguida el extremo opuesto, la contradicción, y entre lo real y lo irreal la ironía, la paradoja. Era el peor enemigo de mí mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba nada, deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni sustraer nada. Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por compasión. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el simple espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que nada cambiaría, sin un cambio del corazón, ¿y quién podía cambiar el corazón de los hombres? De vez en cuando un amigo se convertía; era algo que me hacía vomitar. Tenía tan poca necesidad de Dios como El de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara.
Lo más irritante era que, a primera vista, la gente solía considerarme bueno, amable, generoso, leal, etc., porque estaba exento de envidia. La envidia es la única cosa de la que nunca he sido víctima. Nunca he envidiado a nadie ni nada. Al contrario, lo único que he sentido ha sido compasión hacia todo el mundo y por todo.
Desde el principio mismo debí de haberme ejercitado en no desear nada demasiado ardientemente. Desde el principio mis¬mo, fui independiente, pero de forma falsa. No necesitaba a nadie porque quería ser libre, libre para hacer y dar sólo lo que dictaran mis caprichos. En cuanto esperaban algo de mí o me lo pedían, me plantaba. Esa fue la forma que adoptó mi independencia. En otras palabras, estaba corrompido, corrompido desde el principio. Como si mi madre me hubiera amamantado con veneno, y, aunque me destetó pronto, el veneno permaneció en mi organismo. Parece ser que, incluso cuando me destetó, me mostré completamente indiferente; la mayoría de los niños se rebelan, o fingen rebelarse, pero a mí me importaba un comino. Era un filósofo, siendo todavía un niño de mantillas. Estaba contra la vida, por principio. ¿Qué principio? El principio de la futilidad. Todos los que me rodeaban luchaban sin cesar. Por mi parte, nunca hice un esfuerzo. Si parecía que hacía un esfuerzo, era sólo para agradar a alguien; en el fondo, me importaba un bledo. Y si pudierais decirme por qué había de ser así, lo negaría, porque nací con una vena de maldad y nada puede suprimirla. Más adelante, cuando ya había crecido, me enteré de que les costó un trabajo de mil demonios sacarme de la matriz. Lo entiendo perfectamente. ¿A santo de qué moverse? ¿A son de qué salir de un lugar agradable y cálido, un refugio acogedor donde te ofrecen todo gratis? El recuerdo más temprano que tengo es el del frío, la nieve y el hielo en el arroyo, de la escarcha en los cristales de las ventanas, del helor de las verdes paredes maderosas de la cocina. ¿Por qué vive la gente en los rudos climas de las zonas templadas, como las llaman impropiamente? Porque la gente es idiota por naturaleza, perezosa por naturaleza, cobarde por naturaleza. Hasta que no cumplí diez años, nunca me di cuenta de que existían países «cálidos», lugares donde no tenías que ganarte la vida con el sudor de la frente ni tintar y fingir que era tónico y estimulante. En todos los sitios donde hace frío hay gente que se mata a trabajar y, cuando tienen hijos, les predican el evangelio del trabajo, que, en el fondo, no es sino la doctrina de la inercia. Mi familia estaba formada por nórdicos puros, es decir, idiotas. Suyas eran todas las ideas equivocadas que se hayan podido exponer en este mundo. Una de ellas era la doctrina de la limpieza, por no hablar de la de la probidad. Eran penosamente limpios. Pero por dentro apestaban. Ni una sola vez habían abierto la puerta que conduce hasta el alma; ni una sola vez se les ocurrió dar un salto a ciegas en la oscuridad. Después de comer, se lavaban los platos con presteza y se colocaban en la alacena; después de haber leído el periódico, se plegaba cuidadosamente y se guardaba en un estante; después de lavar la ropa, se planchaba y doblaba y luego se guardaba en los cajones. Todo se hacía pensando en el mañana, pero el mañana nunca llegaba. El presente sólo era un puente, y en él siguen gimiendo, como el mundo, y ni a un solo idiota se le ocurre volar el puente.
Mi amargura me impulsa con frecuencia a buscar razones para condenarlos, para mejor condenarme a mí mismo. Pues soy como ellos también, en muchos sentidos. Durante mucho tiempo creía que había escapado, pero con el paso del tiempo veo que no soy mejor, que soy un poco peor incluso, porque yo vi siempre las cosas con mayor claridad que ellos y, sin embargo, seguí siendo incapaz de cambiar mi vida. Cuando rememoro mi vida, me parece que nunca he hecho nada por mi propia voluntad, sino siempre apremiado por otros. A menudo la gente me toma por un aventurero; nada podría estar más alejado de la verdad. Mis aventuras han sido siempre casuales, siempre impuestas, siempre sufridas en lugar de emprendidas. Pertenezco por esencia a ese pueblo nórdico, altivo y jactancioso que nunca ha tenido el menor sentido de la aventura, a pesar de lo cual ha recorrido la Tierra y la ha vuelto del revés, esparciendo vestigios y ruinas por todas partes. Espíritus inquietos, pero no aventureros. Espíritus agonizantes, incapaces de vivir en el presente. Vergonzosos cobardes, todos ellos, yo incluido. Pues sólo existe una gran aventura y es hacia dentro, hacia uno mismo, y para ésa ni el tiempo ni el espacio ni los actos, siquiera, importan. (Continúa en archivo adjunto)
  MILLER, ENCUENTROS
Y DESENCUENTROS
Daniel Vigo
Miller conoció a Anaïs Nin en su estancia en París, durante su segundo viaje a Europa, en el año 1931. Años después mantuvieron ambos una intensa relación triangular con la mujer de Miller, June Mansfield. Al británico Durrell lo conoció en 1937, una amistad que se fue afianzando tras el paso de los años. Miller incluso vivió como invitado durante un año en la casa que Durrell tenía con su esposa en la isla griega de Corfú. Vivencias que le sirvieron luego, para escribir El Coloso de Marusi (1941). Tanto con Durrell como con Anaïs mantuvo prolíficas relaciones epistolares, que posteriormente fueron recopiladas y publicadas.
Esta triada de pluma rebelde destacó por abordar crudamente el tema del erotismo desde sus libros. Miller afirmaba que éste, era consecuencia del ejercicio desbocado del amor; era como alcanzar un grado de espiritualidad máxima. Anaïs en cambio, supo cubrir ese erotismo con velos transparentes de misterio, provocados por los arraigos y desarraigos del autoconocimiento. Durrell teorizó sobre el placer como búsqueda. Los tres escritores previamente habían sido influenciados por el escritor británico D. H. Lawrence, y su novela El amante de lady Chatterley, donde se narran las relaciones sexuales entre una mujer y el guardabosque de su noble esposo. (Continúa en archivo adjunto)
 Anaïs Nin & Henry Miller
DOS PÁJAROS DE FUEGO
Elara Rhea
"… En el fondo, todas las mujeres son putas
y quieren que se las trate como putas…
mezclado con un poco de adoración!"
Anaïs Nin
Henry Miller es hijo de inmigrantes alemanes. Creció en medio de la extrema pobreza, en el populoso barrio neoyorkino de Brooklyn. Después de casarse y tener una hija, se divorció para casarse con June, una bailarina de tango. Juntos vivieron miserias en Nueva York, hasta que June reunió dinero para que Henry se instalara en París y se dedicara a escribir: "Quiero que seas un Dostoievsky".
Anaïs se había casado con un banquero norteamericano (Hugo Guiler), y vivía en Louveciennes, en las afueras de París. Si bien llevaba una vida tranquila, algo en ella la hacía sentir vacía.
En noviembre de 1931 recibe en su casa a Henry Miller, un escritor desconocido del que le habían hablado. Anaïs tiene 28 años, Henry 40. Enseguida despierta una fuerte atracción entre ambos.
Al principio, la relación entre Henry y Anaïs es puramente intelectual. Henry le muestra el mundo bohemio de los artistas de Montparnasse, con toda la decadencia y libertad que hasta el momento Anaïs desconocía. Juntos intercambian ideas acerca de literatura, filosofía y psicología.
June viaja a París, y deslumbra a Anaïs con su exhuberante belleza y su extraña forma de ser. En marzo de 1932 June vuelve a Nueva York. Anaïs y Henry dan comienzo a una ardiente relación que significa para ella un despertar sexual.
En octubre de 1932 June vuelve a París, dando comienzo a una relación triangular. Anaïs encuentra en cada uno una atracción diferente: "Henry me da el mundo, June me da la locura".
El amor de Anaïs tiene mucho del amor que ella ha sentido por su padre. Intenta descifrar el alma de estos dos seres incomprendidos y duramente juzgados por su entorno.
La relación con June es también una liberación de la rígida educación católica recibida durante su infancia. Representa un viaje hacia la esencia de lo femenino: "Esta noche saldré con June. Me hundiré en una atmósfera femenina, el anhelo constante de amor, la dependencia perpetua de un hombre. Señales de amor, atención, llamadas, regalitos, efusividad, ningún trabajo que rivalice".
Mientras, Anaïs continúa escribiendo su diario. Es en él donde deja las huellas de su viaje hacia los mundos que cada ser humano amado por ella esconde dentro de sí, a los que llama "Atlántidas".
En 1933, June se marcha definitivamente a Nueva York, dolida al descubrir la relación entre Anaïs y Henry. Intenta separarlos, pero no lo consigue. Anaïs escribe: " Henry, mi amor, mi amor, Henry. He luchado y combatido para ser digna de ti, para ser mujer, ser fuerte e intrépida. Te he amado contra el miedo y sin esperanza de felicidad; me he arriesgado a sufrir la mayor herida, la rivalidad más peligrosa. No era coraje, sino amor, amor. Te amaba tanto que corrí el riesgo de perderte…".
Henry ha descubierto en el amor incondicional de Anaïs la armonía y la belleza que desconocía, sintiéndose inspirado a escribir como nunca antes. Anaïs se siente atraída por la bestialidad y vulgaridad de Henry. "Soy la mujer que da ilusión y a quien es dada la imaginación del hombre…".
Anaïs financia la publicación de Trópico de Cáncer (1934), dando impulso a lo que llegaría a ser la exitosa carrera literaria de Henry Miller.
Anaïs escribe en su diario "… Al salir de mi gran soledad, inexperiencia, vida fantasiosa, pude afrontar la experiencia de Henry y June sin torpezas, supe fascinarlos, despojarlos de sus corazas, amarlos y recibir su amor como su par en poder y experiencia mientras maduraba día a día, a la vez que disimulaba mi enorme ignorancia e ingenuidad…".
Durante años Anaïs le presta ayuda económica a Henry. Ella mantiene oculta esta relación ante los ojos de su esposo, haciéndole creer que se trata de una mera colaboración intelectual.
Mientras Miller tiene aventuras con prostitutas, Anaïs comienza a tener una serie de amantes, hombres y mujeres. Sin embargo, no tiene la intención de divorciarse: "Temo mi libertad. Hugo es el hombre a quien debo la vida. Le debo todo lo más bello que poseo; su abnegación me ha servido de puente a todo lo que tengo hoy: trabajo, salud, seguridad, felicidad, amistades. Ha sido mi verdadero dios generoso. Estoy eternamente endeudada con él: con su conmovedora y magnífica fidelidad. Sólo podría liberarme si él fuera cruel, frío, mezquino… pero ahora no tengo la menor justificación. Él es el hombre más extraordinario del mundo, el único capaz de demostrar amor y generosidad…".
Anaïs comienza a psicoanalizarse con Rene Allendy y continúa con el famoso discípulo de Freud, Otto Rank. Con ambos tiene relaciones sexuales durante las sesiones de terapia. Sin embargo, continúa sintiéndose dividida e incompleta.
Descubre entonces que mientras no vuelva a encontrar a su padre, esta sensación que la abruma se quedará con ella. En 1933 se produce el reencuentro e inicia una intensa relación incestuosa con él. Gracias al apoyo de Henry y del psicoanálisis rompe con él cuando logra superar el trauma que le causó su abandono y la necesidad enfermiza de obtener su aprobación.
En 1934 descubre que está embarazada y supone que sería de Henry Miller. Ella rechaza la maternidad y aborta: "Hijos. ¿Qué son los hijos? La capitulación ante la vida. Aquí, pequeño, te transmito una vida de la que hice un soberano fracaso. No. No. No…"
Anaïs decide reservar su fecundidad para su obra y para sus amores. Continúa escribiendo cartas, su diario y comienza a escribir ficción: La Casa del Incesto e Invierno Artificial. Miller escribe Primavera Negra (dedicada a Anaïs) y Trópico de Capricornio (un estudio sobre D. H. Lawrence).
Cada uno ayuda al otro a encontrar su propia Atlántida en la escritura, a encontrar la más profunda verdad de su ser. Se leen sus textos, se animan y se aconsejan, todo en el marco de una relación entre iguales. "Tú me has dado la realidad y yo te he dado la introspección", escribe Anaïs a Henry. (Continúa en archivo adjunto) 
LA LECTURA EN EL RETRETE
Henry Miller
Por lo que he podido establecer mediante conversaciones con amigos íntimos, la mayoría de las lecturas que se hacen en el retrete es lectura inútil. Los periódicos, las revistas gráficas, los folletines, las novelas policíacas y de aventuras, y todos los cabos sueltos de la literatura, es lo que la gente lleva al baño para leer. Algunos, según me dicen, tienen estantes con libros en el cuarto de baño. Su material de lectura los espera, por así decirlo, como los espera en el consultorio del dentista. Es sorprendente la avidez con que la gente examina el «material de lectura», según se le llama, que encuentra en grandes pilas en las salas de espera de los profesionales. ¿Será para distraer la mente de la dolorosa prueba que los aguarda? Mis limitadas observaciones me indican que estos individuos ya han absorbido más de lo que les corresponde en cuanto a los «acontecimientos de actualidad»: guerra, accidentes, más guerra, desastres, guerra otra vez, homicidios, más guerra, suicidios, guerra de nuevo, asaltos de bancos, nuevamente guerra y más guerra, fría y caliente. No cabe duda de que son los mismos individuos que tienen la radio funcionando prácticamente todo el día y la noche, que van al cine con la máxima frecuencia posible —donde reciben más noticias frescas, más «acontecimientos de actualidad»— y que compran televisores para sus hijos. ¡Todo para estar informados! ¿Pero saben algo que realmente valga la pena saber sobre estos acontecimientos de tremenda importancia que conmueven al mundo?
La gente podrá insistir en que devora los diarios o pega las orejas a la radio (a veces las dos al mismo tiempo) para mantenerse al corriente de las actividades del mundo, pero es pura ilusión. Lo cierto es que apenas estos tristes individuos no están activos, no están ocupados, adquieren noción de un siniestro y doloroso vacío dentro de sí mismos. Francamente no importa con qué papilla se harten, lo importante es no ponerse cara a cara frente a sí mismos. Meditar sobre el problema del día, o siquiera sobre los problemas personales, es lo último que el individuo normal quiere hacer.
Incluso en el retrete, donde uno creería innecesario hacer algo, pensar algo, donde por lo menos una vez al día uno se encuentra a solas consigo mismo y todo lo que suceda sucede automáticamente, hasta este momento de gloria, porque es en realidad un tipo de gloria menor, debe ser interrumpido mediante la concentración en el material impreso. Creo que cada cual tiene su tipo de lectura preferida para la intimidad del excusado. Algunos navegan por largas novelas; otros, en cambio, sólo leen la hojarasca más superficial. Algunos, no cabe la menor duda, simplemente vuelven las páginas y sueñan. ¿Cómo son los sueños que sueñan?, nos preguntamos. ¿De qué se tiñen sus sueños? (Continúa en archivo adjunto)
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