sábado, 25 de septiembre de 2010

20 Aniversario de Alberto Moravia: 4ta. Entrega


20 ANIVERSARIO DE
ALBERTO MORAVIA

(Roma, 28 de noviembre de 1907
Roma, 26 de setiembre de 1990)

–Cuarta Entrega–

EL COMUNISMO EN EL PODER
Y LOS PROBLEMAS DEL ARTE

(Il Comunismo al Potere e i Problemi dell’Arte, Notas, 1953)

Alberto Moravia
(...) Toda sistematización del arte en base de una teoría extrínseca al arte mismo es por lo menos riesgosa y está preñada de desengaños. Imaginaos un momento lo contrario: la política concebida según dictámenes estéticos. En realidad, tales sistematizaciones son actos de prepotencia de la actividad predominante contra la que provisoriamente parece menos importante. La política es predominante en este siglo, por esto parece lógico inferir que todas las otras actividades han de estar a su servicio. Pero haced que la marea política se retraiga, y se verá, que en su reflujo sólo cambia la cosa política, dejando inalterados los otros campos.
(...) El frente de la electrificación, el frente de la industria pesada, el frente de la novela, el frente del cine… cuántas veces hemos visto las obras de poesía colocadas en un mismo plano y confundidas con obras de ingeniería y mecánica. Sin embargo, el estado soviético al cabo de más de treinta años de comunismo, puede presentar al mundo obras públicas gigantescas, pero no una «Guerra y paz», no un «Boris Godunov», o sea los equivalente poéticos, en escala de grandeza de aquellas obras públicas. ¿Por qué? ¿Es que los artistas, contrariamente a lo que hacen los obreros y los ingenieros, sabotean la producción? ¿O bien se trata de dos frente distintos, en el primero de los cuales valen los planes y las directrices, en tanto que en el segundo lo que vale es la falta de planes y directrices?(...) Si el arte es superestructura, ¿cómo logra sobrevivir a la estructura? ¿Por qué seguimos leyendo «La Ilíada», superestructura, según se dice, del feudalismo arcaico griego? ¿Y qué es lo que asegura vida eterna a la superestructura? ¿Y por qué se considera a la estructura, que es pasajera, más importante que la superestructura que no es pasajera?
(...)
¿Cuál es el deber del artista, en un momento de lucha, y suponiendo que quiera participar en la lucha? Pensamos que el deber del artista, en este caso, es sensiblemente distinto del que tienen los otros partidarios, que luchan con las armas y con la acción política. Al artista incumbe en primer lugar el deber de hacer arte, pues sabe que un arte que no sea arte no podrá dar ninguna contribución eficaz a la causa en la que cree. Si logra hacer verdadero arte, la cuestión se resuelve por sí sola; o, mejor dicho, no se plantea siquiera. Pero si no lo logra, será preciso examinar de quién es la culpa: si del artista que no supo hacer arte porque en realidad no creía en la causa por la que pretendía luchar; o si de la sociedad que le exigió hacer un determinado arte que no era arte o que de algún modo le impidió hacer arte. Claro que la sociedad siempre dará la culpa al artista, por boca de sus representantes oficiales. ¿Y cómo podría ocurrir otra cosa? Pero nosotros estamos convencidos de que, en algunos casos, la culpa del arte malo de un artista corresponde a la sociedad; y que, de todos modos, entre artista y la sociedad, en lo que concierne al arte, no puede ni debe existir una relación de inferior a superior, sino de igual a igual.(...) No tenemos nada en contra del realismo socialista ni de cualquier otra estética inspirada por el marxismo. Pero no acaba de convencernos el hecho de que esta estética o cualquier otra parecida se convierta en la estética oficial de un estado poderoso, propietario de todas las editoriales, de todos los periódicos y revistas, de todos los museos, de todas las salas de concierto, de todos los estudios del cine y de todos los teatros. Si se le dejara al arte la autonomía indispensable, el realismo
socialista triunfaría y (como puede creerse por la ley que regula las cosas humanas) decaería y sería reemplazado por otra estética más conveniente, de manera totalmente espontánea, en virtud de las discusiones y las obras de los artistas. Pero desde el momento en que el realismo socialista o cualquier otra estética parecida se convierte en una cuestión de estado, es de temer que se vea obligado a obedecer a las normas que rigen para las cuestiones de estado; o sea, que se convierta en un asunto de burocracia, de reglamentos, de infracciones, de conformidad, de controles y de autoridad. Lo que no puede menos que ocasionar, precisamente, una grave limitación de la autonomía que, aunque sea relativa, consideramos indispensable para el arte.
(..) El problema de la realidad para un estado que pretenda poseer la verdad en virtud de su ideología, se plantea en modo muy simple: es real todo lo que responde a tal ideología; irreal, o sea a irracional, o sea negativo, todo lo que la contradice. En suma, una artista que no sea del agrado del estado se evade de la realidad, aventura terrible, que por ahora sólo ha sido intentada por las novelas que tratan de tiempos futuros. El mal consiste en que con frecuencia el artista está perfectamente en la realidad, y en cambio el estado se ha evadido de ella. Pero para hacer que un artista vuelva a entrar en la realidad basta una crítica desfavorable publicada por un diario oficial. En cambio, para hacer que un estado vuelva a entrar en la realidad, no se necesita menos que una revolución. (...)

Alberto Moravia
Explosión del Manierismo

¿Qué había en común entre Joyce, Strawinsky y Picasso? Que nada tenían que decirnos o, más aún, no querían decimos nada acerca de sí mismos y de su re­lación con la realidad; y en cambio tenían mucho que decir sobre el arte y su relación con el arte. Indiferen­tes con respecto al mundo, al que negaban cualquier participación que no fuera por mediación del arte, estos tres artistas se caracterizaban por una genialidad reflexiva, crítica, técnica, contemplativa. Antes que espíritu de creador tenían ojos de esteta, olfato de ex­perto, mano de imitador. Eran tres genios voraces y versátiles que, tras haber quemado en pocos años la carrera del artista tradicional ligado a la representa­ción de la realidad, sabrían superar el antes insalva­ble límite del agotamiento, trasladando de la vida a la cultura su obra.
Para poner en práctica tal operación había que tener el valor, a través de un experimentalismo ele­vado a sistema, de negar validez de inspiración a lo ya vivido y atribuirla, en cambio, a lo antes dicho. En otras palabras, sustituir el mundo por el museo. Es lo que hicieron Joyce, Strawinsky y Picasso que, si bien se considera, han sido los encargados de un in­menso inventario con fines de apropiación y saqueo.
Por lo demás, era justo que así fuera. A partir del primer conflicto mundial y del consiguiente hundi-miento de valores, todo el arte del pasado, víctima de muerte improvisa, se convierte instantáneamente en museo. ¿Y para qué sirve el museo, sino para estable­cer parangones improbables, aproximaciones reductivas, catálogos catastróficos? Con el museo aparece la idea de la relatividad de los estilos, de la pluralidad de las formas y de la vanidad de la expresión. En último análisis, la idea del consumo entendido como transfor­mación de la creación en producto. Joyce, Strawinsky y Picasso son, involuntariamente, los tres artistas ge­niales y desinteresados que han proporcionado al con­sumo, hasta ahora innoble y mercenario, sus cartas de nobleza, haciéndolo fluir ya no de la demanda y del mercado, sino de la exigencia cultural.
Tratado el arte del pasado como un repertorio de estilizaciones manierísticas, hicieron posible su venta masiva. Ladrones de formas, han dado muerte a la vida en las formas, las han reducido a esquemas. Ce­rraron probablemente para siempre la era de los ar­tistas que tenían algo que decirnos; e iniciaron la épo­ca de los artistas que tienen algo que darnos. Comien­za con ellos el gran manierismo alejandrino de tipo atlántico, basado en las sociedades de consumo de la Europa Occidental y de los Estados Unidos. Empieza el cementerio-museo-espectáculo-mercado-feria-exposición-emporiodel arte definitivamen te condenado a ser para siempre contemporáneo y de vanguardia.(…)
Miremos ahora los períodos azul y rosa es decir, la época en que el culto de la vitalidad respeta aún unos límites de contenido –digámoslo así– antes de que llegue la revelación («Las señoritas de Aviñón») de la vitalidad como pura reflexión crítica fundida con la pura voluntad destructora. Miremos, por ejemplo los cuadros del período barcelonés, en los que Picasso des­cribe con piedad, solidaridad y congoja (o por lo menos cree hacerlo) la pobreza, el hambre y la caída en un momento en que él mismo era pobre, hambriento y caído. Lo primero que se observa es el esfuerzo con­tinuo en subrayar con actitudes afligidas, humilladas, dolorosas, mortificadas, abatidas, los sufrimientos de los miserables. Pero, de manera curiosa, todos esos sufrimientos parecen llevar, para Picasso, a un solo efecto: la falta de vitalidad, la desvitalización, el des­fallecimiento del “élan vital”. Todas las figuras están representadas en actitudes elocuentes, de criaturas vencidas, oprimidas, desespradas: hombros inclina­dos, cabezas dobladas, brazos cruzados, cuerpos encogidos, pasos vacilantes, abrazos dolorosos, besos amar­gos. Toda una humanidad quebrantada sobre la que diríase que Picasso echa una mirada impregnada de piedad cristiana.
Pero no es así. Picasso no es cristiano y no tiene piedad. Lo que le agrada es algo contradictorio y desde luego distante de la participación sentimental: expresar el mínimo de vitalidad propia de la miseria y del hambre con el máximo de vitalidad propia del arte. Así, las posturas de estas figuras dolorosas son siempre estudiadas, elegantes, complacidas, acaricia­das, estilizadas. Se siente la desvitalización como for­ma plástica, no como desesperación moral. Nos halla­mos en el “pietismo”, no en la piedad; en el miserabi­lismo estetizante y de pretensiones místicas de ciertos decadentes, no en el ensimismamiento de un Dos­toievsky. (...)

Alberto Moravia:
El moralista dialéctico
Bartolomé Leal

(…) «Acercarse al pueblo» ironiza sobre la ingenuidad política, sobre todo en los hombres jóvenes de la burguesía, que no entienden que los pobres a veces deben robar para sobrevivir, comportándose de manera radicalmente distinta a los estereotipos políticos, idealizaciones de manual, lecturas superficiales de los maestros del materialismo dialéctico. Pero gran parte de sus cuentos relatan amores trágicos, desencuentros, traiciones y simulaciones. Personajes de provincia son la presa predilecta de la prosa analítica y despiadada de Moravia. El interés nunca decae, sobre todo para el lector maduro que aprecia los detalles del comportamiento a diferentes edades. Cabe destacar que sus descripciones son de tan notable realismo, que su obra ha sido un incentivo importante para el cine. La mayor parte de sus cuentos y novelas han sido transformados en películas, muchas de ellas notables, desde el cine neorrealista de posguerra en los años 50, y el período de oro de la comedia (sobre todo los 60 y 70), hasta el presente. Es por ello que las grandes divas del cine italiano han encarnado, la mayor parte de las veces de manera soberbia, a estos personajes.
Viajero tenaz, mujeriego selectivo, escritor empeñoso y prolífico, puso en su escritura toda su capacidad de observación y su bagaje político. Y esto es patente en su cuentística. En «Cuentos Romanos» (1954) una serie de relatos breves, se dedica sobre todo al mundo popular de la capital italiana, cambiando con esto el foco en los sectores de burguesía, que habían sido sus temas del inicio. En todos ellos, su percepción para captar los personajes femeninos, con sus altos y bajos, con sus bellezas sublimes y sus vilezas espirituales, alcanza altos niveles de percepción psicológica. Se dice que Moravia fue un lector superficial de Marx y Freud, y que aplicó sus conceptos de manera un tanto gruesa. Como sea, estos elementos son valores importantes en su narrativa. La mezcla de marxismo y psicoanálisis dio resultado en la ficción de Moravia, lo cual es un mérito propio, de sus dotes de narrador. La receta no tiene porqué funcionar siempre. A leer y comprobar.

Imágenes para el mundo de Moravia
Por Fernando López

(...) Si se atiende a la estrecha relación que Alberto Moravia (1907-1990) mantuvo con el cine, lo primero que viene a la mente es, claro, su condición de generoso proveedor de historias extraídas de sus novelas y cuentos: títulos como El conformista, El desprecio o Dos mujeres son difícilmente olvidables para cualquier cinéfilo. Pero ese vínculo, que en cierto sentido se prolonga hasta hoy (no hace mucho volvió a hablarse del proyecto de Benoît Jacquot de rodar en Capri una versión de su novela «1934»), se manifestó en diversas formas y desde muy temprano. El escritor italiano, cuyo nombre ha vuelto a mencionarse con frecuencia en los últimos días a raíz del centenario de su nacimiento y de la publicación de una novela hasta ahora inédita, «Los dos amigos», fue desde siempre un asiduo espectador, pero además estuvo ligado al cine como guionista, aun antes de que sus libros fueran adaptados para la pantalla, y como crítico, labor que desarrolló durante tres décadas en medios como La Nuova Europa, L'Europeo y L'Espresso. Asimismo, podrían añadirse sus escasamente significativas apariciones como actor -en «Monastero di Santa Chiara» (1949, Mario Sequi), por ejemplo-, o su única experiencia como director, de la que apenas ha perdurado el título: «E colpa del sole» (1951).

«El conformista», de Alberto Moravia
Publicada por primera vez en 1951 es, en su superficie, el retrato de un personaje de la Italia de Mussolini y de la sociedad en la que lucha por integrarse. Pero bajo este trasfondo histórico que tanto influyó en Moravia y sus contemporáneos, subyace una idea más ambiciosa: intentar explicar un comportamiento moral característico de nuestro tiempo, el conformismo, un deseo de confundirse en la masa y no destacar aun a costa de perder la libertad individual. Un fenómeno capaz de convertir a sociedades cultas y críticas en masas indeterminadas capaces de seguir los dictados de cualquier caudillo "redentor".
El Conformista
(Il Conformista, 1951)
Durante su niñez, Marcello sintióse fascinado por los objetos como una garza. Tal vez porque en su casa, y más por indiferencia que por austeridad, sus padres no pensaron jamás en satisfacer su instinto de propiedad; o quizá porque la avidez ocultaba en él otros instintos más profundos y aún oscuros; sentíase asaltado continuamente por unas ansias furiosas hacia los objetos más diversos. Un lápiz con goma de borrar en una punta, un libro ilustrado, una honda, una regla, un tintero portátil de ebonita, cualquier fruslería exaltaba su ánimo, primero con un deseo intenso e irracional de la cosa ambicionada, y luego, una vez que tal cosa había entrado en su posesión, con una estupefacta, hechizada e insaciable complacencia. Marcello tenía en su casa toda una estancia para él, en la que dormía y estudiaba. En ella, todos los objetos esparcidos sobre la mesa o enterrados en los cajones tenían para él carácter de cosas aún sagradas o que apenas habían perdido aún su carácter sagrado, según su adquisición fuese reciente o antigua. En suma, no eran objetos semejantes a los otros que se encontraban en casa, sino más bien retazos de una experiencia por hacer o ya realizada, cargada por completo de pasión y oscuridad. A su modo, Marcello se daba cuenta de este carácter singular de la propiedad, y, al mismo tiempo que le proporcionaba un goce inefable, sufría por ello como por un pecado que se renovaba continuamente y no le dejaba ni siquiera el tiempo de sentir remordimiento.
Pero, entre todos los objetos, los que lo atraían de una manera especial, tal vez porque le estaban prohibidos, eran las armas. Pero no ya las armas fingidas con que jugaban los niños, los fusiles de madera o metal, las pistolas con detonadores o los puñales de madera, sino las armas de verdad, en las cuales la idea de la amenaza, del peligro y de la muerte, no está confiada a una mera semejanza de formas, sino que constituye la razón primera y última de su existencia. Con la pistola de los niños se jugaba a la muerte sin posibilidad alguna de provocarla en realidad, mientras que con las pistolas de los mayores, la muerte no sólo era posible, sino inminente, como una tentación frenada sólo por la prudencia. Marceno había tenido a veces entre sus manos estas armas de verdad: un fusil de caza en el campo y la vieja pistola de su padre, que éste, un día, le mostrara en un cajón, y una y otra vez había sentido un escalofrío de comunicación, como si su mano hubiese encontrado, al fin, una prolongación natural en la culata del arma.(...)
«La Mascarada», de Alberto Moravia

El compromiso con el antifascismo, que escenificó en «La Mascarada», grotesca sátira política situada en un apócrifo país sudamericano –pero visiblemente referida al régimen mussoliniano– se constituye en una sátira de los dirigentes fascistas de la II Guerra Mundial. Por orden personal de Mussolini fue prohibida por la censura y secuestrada la edición. Moravia tuvo que huir y permanecer oculto para escapar de la prisión.
La índole especial de «La Mascarada» exigía, ante todo, plena libertad en cuanto a la atmósfera en que el autor quería situar a sus personajes: hacía falta un mundo imaginario, habitado por seres igualmente imaginarios, pero tan penetrados de realidad, tan alejados de la alegoría y del símbolo, que el relato de sus vivencias más había de parecer una crónica de sucesos, de intrigas mundanas, que una creación por vía de especulación literaria. La magnifica forma como Moravia consigue su original propósito, concede a «La Mascarada» honores de obra maestra, de epigrama magistralmente contrapuntado por la voz de la tragedia.

La Mascarada
(La Mascherata, 1
941)
-Fragmentos–
Después de diez años, aproximadamente, de furiosa guerra civil, aquella nación de ultramar, diezmada, arruinada, exhausta, confió su suerte al general Tereso Arango.
Tereso, tan valiente como sagaz, era superviviente y vencedor de media docena de generales que, al frente de sus ejércitos respectivos, se disputaron el poder durante diez interminables años de luchas intestinas. Era Tereso hombre de gustos sencillos, de soldado, por no decir toscos. La muy brillante sociedad de la capital difícilmente pudo conseguir su presencia, excepto durante fiestas patrióticas o revistas militares. Tereso prefería, a todos los salones y recepciones aristocráticas, las cenas íntimas con los antiguos camaradas de armas, las peleas de gallos, las corridas, el teatro popular y acaso algún libro de Historia o la música fácil de un conjunto de guitarras. Esta esquiva simplicidad explicaba que Tereso hubiese declinado con firmeza durante muchos años las invitaciones de la duquesa Gorina, la más ilustre, rica, y hospitalaria dama noble del país. Pero la Gorina se había jurado a sí misma triunfar de la misantropía de Tereso y, viendo que las adulaciones y las lisonjas no surtían efecto alguno, decidió descubrir el punto flaco del general. Porque, con toda su virtud, Tereso era hombre y alguno había de tener. La Gorina escondía bajo su exaltada y ceñuda prosopopeya una astucia bondadosa y penetrante.
Poco le costó adivinar que Tereso, tan fuerte en la guerra, se dejaba desarmar por la sola mirada de una mujer que le gustara, y que por aquel entonces estaba particularmente enamorado de fausta Sánchez, viuda muy joven y una de las bellezas de la alta sociedad. La duquesa invitó a Fausta a su casa y se encerró con ella un par de horas en su gabinete particular. Resultado de la conversación fue que algunos días después, con motivo de una recepción diplomática, Tereso viose invitado una vez más por la Gorina a una fiesta.
Terso odiaba a la Gorina, en la que veía encarnados el orgullo, la ignorancia, la corrupción y la vanidad de la antigua nobleza del país. Así, dio la respuesta acostumbrada: lo sentía mucho, pero los negocios del Estado le impedían absolutamente permitirse distracciones del género que le proponía. La Gorina, grave e impasible, dejó caer inocentemente que la negativa consternaría de seguro a la marquesa de Sánchez, que tanto esperaba encontrarle en la fiesta.
Tereso, que andaba inútilmente a la zaga de Fausta desde hacía muchos meses, al oír este nombre sintió que el corazón se le ponía a latir, no obstante la edad y la experiencia, juvenilmente.(...)

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