jueves, 11 de agosto de 2011

Peter Sloterdijk—Segunda Entrega—


Peter Sloterdijk
Segunda Entrega
                                                                           Dibujo: 
Dibujo de Annette Bätjer

Peter Sloterdijk
CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA
(Kritik der zynischen Vernunft, 1983)
(Fragmento)
Introducción
(...) Lo que aquí proponemos, bajo un título que alude a una gran tradición, es una meditación sobre la máxima «saber es poder»; precisamente la que en el siglo XIX se convirtió en el sepulturero de la filosofía. Ella resume la filosofía y es, al mismo tiempo, la primera confesión con la que empieza su agonía centenaria. Con ella termina la tradición de un saber que, como su nombre indica, era teoría erótica: amor a la verdad y verdad del amor. Del cadáver de la filosofía surgieron, en el siglo XIX, las modernas ciencias y las teorías del poder –en forma de ciencia política, de teoría de las luchas de clases, de tecnocracia, de vitalismo– que, en cada una de sus formas, estaban aunadas hasta los dientes. «Saber es poder» Fue lo que puso el punto tras la inevitable politización del pensamiento. Quien pronuncia esta máxima dice por una parte la verdad. Pero al pronunciarla quiere conseguir algo más que la verdad: penetrar en el juego del poder.
(...) La decisiva autodesignación de Nietzsche, a menudo pasada por alto, es la de «cínico». Con ello, él se convirtió, junto con Marx, en el pensador más influyente del siglo.
En el «cinismo» de Nietzsche se presenta una relación modificada al acto de «decir la verdad»: es una relación de estrategia y de táctica, de sospecha y de desinhibición, de pragmatismo e instrumentalismo, todo ello en la maniobra de un yo político que piensa en primer y último término en sí mismo, que interiormente transige y exteriormente se acoraza.

(...) Quien no busque el poder, tampoco querrá su saber, su equipamiento sapiencial, y quien rechaza a ambos ya no es, en secreto, ciudadano de esta civilización.(...)En el fondo, ningún hombre cree que el aprender de hoy solucione «problemas de mañana»; más bien, es casi seguro que los provoca. ¿Por qué, pues, una Crítica de la razón cínica? ¿Qué disculpa puedo tener yo ante el reproche de haber escrito un grueso libro en unos tiempos en los que libros no tan voluminosos se sienten ya como una arrogancia? Distingamos como se debe entre ocasión, razón y motivo.
La ocasión:
Este año se cumplen los doscientos de la aparición de la Crítica de la Razón pura de Immanuel Kant. Un dato de trascendencia histórica, sin duda. Rara vez ha podido tener lugar un centenario que haya transcurrido tan áridamente como éste. Es una celebración sobria en la que los eruditos no salen del gremio. Seiscientos investigadores de Kant reunidos en Maguncia no es, por supuesto, ninguna sesión de carnaval, aunque, en todo caso, produce una infinita serpentina. De todas maneras, sería útil una fantasía: suponer qué pasaría si el celebrado apareciera personalmente entre los contemporáneos...
¿No son tristes las fiestas en las que los invitados esperan en secreto que el festejado se halle impedido porque aquellos que apelan a él se sentirían avergonzados en su presencia? ¿Cómo nos sentiríamos nosotros ante la mirada penetrantemente humana del filósofo? (...) 

La razón: 
Si fuera verdad que es el malestar en la cultura lo que provoca la crítica, no habría ninguna época tan dispuesta a la crítica como la nuestra. Sin embargo, nunca fue tan fuerte la inclinación del impulso crítico a dejarse dominar por sordos estados de desaliento. La tensión entre aquello que pretende «ejercer crítica» y aquello que sería criticable es tan fuerte que nuestro pensamiento se hace cien veces más hosco que preciso. Ninguna capacidad de pensamiento logra mantener el paso con lo problemático; de ahí la autorrenuncia de la crítica. En la indolencia frente a todo problema hay un último presentimiento de lo que sería el estar a la altura del mismo. Dado que todo se hizo problemático, también todo, de alguna manera, da lo mismo. Y éste es el rastro que hay que seguir. Pues conduce allí donde se puede hablar de cinismo y «de razón cínica». Hablar de cinismo supone exponer a la crítica un escándalo espiritual, un escándalo moral; a continuación se despliegan las condiciones de las posibilidades de lo escandaloso. La crítica «realiza» un movimiento que en una primera instancia agota sus intereses positivos y negativos en la cosa, para, finalmente, chocar contra las estructuras elementales de la conciencia moral, estructuras a las que se obliga a hablar «más allá del bien y del mal». La época es cínica en todos sus extremos, y corresponde a la época desarrollar en sus fundamentos el contexto entre cinismo y realismo. (...)
El motivo:
(...) Allí donde los encubrimientos son constitutivos de una cultura; allí donde la vida en sociedad está sometida a una coacción de mentira, en la expresión real de la verdad aparece un momento agresivo, un desnudamiento que no es bienvenido. Sin embargo, el impulso hacia el desvelamiento es, a la larga, el más fuerte. Sólo una desnudez radical y una carencia de ocultaciones de las cosas nos liberan de la necesidad de la sospecha desconfiada. El pretender llegar a la «verdad desnuda» es uno de los motivos de la sensibilidad desesperada que quiere rasgar el velo de los convencionalismos, las mentiras, las abstracciones y las discreciones para acceder a la cosa. Y tal es el motivo que me mueve. Una amalgama de cinismo, sexismo, «objetividad» y psicologismo constituye el ambiente de la supraestructura de Occidente: el ambiente de la decadencia, un ambiente bueno para estrafalarios y para la filosofía. (...)

1. El cinismo: 
Ocaso de la falsa conciencia
(...) El cínico moderno es un integrado antisocial que rivaliza con cualquier hippy en la subliminal carencia de ilusiones. Ni siquiera a él mismo su perversa y clara mirada se le manifiesta como un defecto personal o como un capricho amoral del que debe responsabilizarse en privado. De una manera instintiva no entiende su manera de ser como algo que tenga que ver con el ser malvado, sino como una participación en un modo de ver colectivo y moderado por el realismo. Tal es, en general, la forma más extendida, entre gentes ilustradas, de comprobar que ellos no son los tontos. Incluso en ello parece existir algo sano, cosa a cuyo favor está la voluntad de autoconservación. Se trata de personas que tienen claro que los tiempos de la ingenuidad han pasado. Psicológicamente se puede comprender al cínico de la actualidad como un caso límite del melancólico, un melancólico que mantiene bajo control sus síntomas depresivos y, hasta cierto punto, sigue siendo laboralmente capaz. Pues, en efecto, en el caso del moderno cinismo la capacidad de trabajo de sus portadores es un punto esencial... a pesar de todo y después de todo. Hace ya muchísimo tiempo que al cinismo difuso le pertenecen los puestos claves de la sociedad, en las juntas directivas, en los parlamentos, en los consejos de administración, en la dirección de las empresas, en los lectorados, consultorios, facultades, cancillerías y redacciones. Una cierta amargura elegante matiza su actuación. Pues los cínicos no son tontos y más de una vez se dan cuenta, total y absolutamente, de la nada a la que todo conduce. Su aparato anímico se ha hecho, entre tanto, lo suficientemente elástico como para incorporar la duda permanente a su propio mecanismo como factor de supervivencia. Saben lo que hacen, pero lo hacen porque las presiones de las cosas y el instinto de autoconservación, a corto plazo, hablan el mismo lenguaje y les dicen que así tiene que ser. De lo contrario, otros lo harían en su lugar y, quizá, peor. De esta manera, el nuevo cinismo integrado tiene de sí mismo, y con harta frecuencia, el comprensible sentimiento de ser víctima y, al mismo tiempo, sacrificador. Bajo esa dura fachada que hábilmente participa en el juego, porta una gran cantidad de infelicidad y necesidad lacrimógena fácilmente vulnerable. Hay en ello algo de pena por una «inocencia perdida», de sentimiento por un saber mejor contra el que se dirige toda actuación y todo trabajo. 
Esto es lo que produce nuestra primera definición: cinismo es la falsa conciencia ilustrada. (...)
2. Ilustración como diálogo:
Crítica de la ideología como continuación
con otros medios del diálogo fracasado
(...) La historia de la crítica de la ideología significa mayormente la historia de este segundo gesto guerrero, la historia de un enorme devolver el golpe. Tal crítica –en cuanto teoría de la lucha– sirve a la Ilustración en dos sentidos: como arma contra una conciencia endurecida, conservadora y satisfecha de sí misma y como instrumento de ejercicio y autoestabilización. El no del contrario a un diálogo de Ilustración logra una realidad tan poderosa que se convierte en un problema teórico. Quien prefiere no participar en la Ilustración debe tener sus motivos y probablemente serán distintos de los que aduce. La resistencia se convierte a su vez en tema de la Ilustración. De esta manera, el contrario se constituye en un «caso», su conciencia en un objeto. Puesto que no quiere hablar con nosotros, habrá que hablar con él. Pero como en toda posición beligerante, a partir de aquí el contrario no es pensado como un Yo, sino como aparato en el que, a veces al descubierto, a veces encubiertamente, trabaja un mecanismo de resistencia que le hace no libre y culpable de errores e ilusiones. 
La crítica de la ideología significa la continuación polémica con otros medios del diálogo fracasado. Ella declara la guerra de conciencia incluso allí donde todavía se manifiesta tan grave y «apolémica». Y de acuerdo con la cosa misma, la regla de la paz está fuera de vigencia. Aquí se pone de manifiesto que no hay ninguna intersubjetividad que no sea igualmente una interobjetividad. En el golpear y el ser golpeado ambos partidos se convierten recíprocamente en objetos subjetivos. 
Considerada en sentido estricto, la crítica de la ideología no quiere sólo «golpear», sino también operar de un modo preciso, tanto en el sentido quirúrgico como en el militar: caer sobre los flancos del enemigo, descubrirle, desenmascarar sus intenciones. Desenmascaramiento no significa otra cosa que poner a la luz del día el mecanismo de la «falsa conciencia», de la conciencia esclava. (...) (Continúa en archivo adjunto)
Peter Sloterdijk
EN EL MISMO BARCO
Ensayo sobre la hiperpolítica
 (Im selben Boot. Versuch über die Hyperpolitik , 1993)
(Fragmento)
La política es el arte de lo posible: en este conocido dictum de Bismarck hay disimulada una prevención frente a la intromisión de niños mayores en los asuntos de Estado. Seguirían siendo niños, a los ojos del estadista, aquellos adultos que nunca han aprendido a distinguir con certeza entre lo políticamente posible y lo imposible. El arte de lo posible es sinónimo de la aptitud para salvaguardar el ámbito de la política frente a los excesos de lo imposible. Por consiguiente, el arte de la política, como arte regio, se encontraría en el vértice de una pirámide de la racionalidad que establece una relación jerárquica entre razón de Estado y razón privada, entre sabiduría principesca e intereses de grupo, entre los que son políticamente adultos y los que continúan siendo niños. En cuanto uno se toma suficientemente en serio el arte de lo posible, aparecen en él connotaciones que conducen hasta las indagaciones de Platón acerca de las cualidades del hombre de Estado y hasta las preguntas aristotélicas sobre el fundamento de la capacidad de convivencia de los hombres en comunidad.(..)
Con tres imágenes mostraré, primero, cómo se desgajaron del desgarbado tronco de las hordas de la humanidad primordial las poblaciones de cazadores-recolectores; cómo después, en el tiempo de la cultura agrícola, se les superpusieron las capas de los imperios locales y los reinos; y. por último, cómo en la era del industrialismo una sociedad de intercambio mundial con tendencia a extralimitarse se ha propuesto la creación de relaciones planetarias postimperiales. Un pintor del ramo se tomaría tiempo para esbozar aquí una especie de teoría de los tres estadios históricos del género humano, tomando como imagen directriz la metafórica de la navegación. Y nada más afín que representar el primer período como una era de las balsas, sobre las que pequeños grupos de hombres son arrastrados por la corriente a través de enormes espacios temporales; la segunda, como una época mundial de la navegación costera, con galeras estatales y poderosas fragatas que parten hacia arriesgados y lejanos destinos, llevadas por esa visión de la grandeza que está psíquicamente anclada en la bendi¬ta hermandad de los hombres; y la tercera, como una época de superviajes, casi imparables en su enormidad, en los que se atraviesa de parte a parte un mar de ahogados, con trágicas turbulencias en los costados de la nave y, a bordo, angustiosas conferencias sobre el arte de lo posible. Explicado esto básicamente, presentaría yo a continuación un fresco histórico universal de for¬matos hegelianos, para disgusto de aquellos a los que les alivia la tesis de que los grandes relatos ya no son posibles. En lo que a nosotros respecta, tendremos que conformarnos dibujando con pinceladas extremadamente gruesas los estadios de la paleopolítica, la política clásica y la hiperpolítica. (...)

1. Regazos y balsas.
Esbozos para una paleopolítica
Sólo es posible hablar de paleopolítica si uno empieza por atacar la imagen del mundo y de la historia que adoctrina a los miembros de nuestro hemisferio cultural con una falseada conciencia de calendario. La ideología oficial de la cultura superior, en todas sus variedades, quiere hacernos creer que la autentica historia, aquella de la que merece la pena ocuparse, no tiene más de cuatro o cinco mil años y que el género esencial en el que estamos obligados a contarnos salió de entre la niebla precisamente entonces, en Egipto, Mesopotamia. China y la India. Entonces aparecen escribas y escultores que por primera vez nos dicen y nos muestran qué sea el hombre. Ecce Pharao, ecce homo: el hombre no tiene más edad que la cultura superior, la humanidad propiamente dicha empieza ya a lo grande. Esta tesis opera en todas partes, pero quizá en ningún lugar se presenta de forma tan desnuda, expressis verbis, como allí donde humanistas, teólogos, sociólogos y politólogos toman la palabra para elaborar modelos colectivos efica¬ces acerca de lo que es ser humano. Todos ellos hacen surgir al «hombre» ya a partir de la ciudad, del Estado o de la nación y, como es propio, no se olvidan de fijar la apariencia civilizada en los cráneos de los pupilos de la cultura. Nunca se podrá insistir bastante en lo falso que ha sido desde siempre este adoctrinamiento, y en lo funestamente que sigue actuando hoy. (...)
2. Atletismo de Estado.
Sobre el espíritu de la megalopatía
Veremos a continuación cómo la política clásica se origina en el intento de repetir ese arte en proporciones mayores. La política en sentido convencional ha nacido de la necesidad de responder a esta pregunta: ¿cómo puede un grupo —o digamos un sistema social— hacerse grande, o muy grande y, sin embargo, no fracasar en la tarea de transmitir esa grandeza a las generaciones siguientes?; ¿cómo se pueden fusionar mil, diez mil, cien mil hordas —del formato de grandes «familias extensas» de unos 30 a 100 miembros— de tal modo que se les puedan exigir esfuerzos (como, por ejemplo, contribuciones para instalaciones de regadío, Cruzadas e impuestos por la reunificación) a favor de una tarea común?; ¿cómo se puede «conjurar» y juramentar a un número tan grande de seres humanos de tal manera que, en virtud de un mínimo de espíritu común, se consideren socios de aquella grandeza, hasta el punto de estar dispuestos a marchar hacia la muerte alistados en ejércitos de millones de efectivos, enfrentándose a otras confederaciones de ese mismo orden a fin de asegurar a sus descendientes eso que los ideólogos llaman «futuro»? El arte de lo posible a gran escala gira en torno a ese acto forzado que consiste en presentar lo improbable como ineludible. La figura política del imperio opta por la idea de que lo dificultoso es voluntad de Dios y adecuado al ser: hace valer como natural lo que es casi imposible. (...)
3. El imperio ausente y la hiperpolítica. 
La metamorfosis del cuerpo social 
en los tiempos de la política global
Con la aparición de la era industrial algo se mueve en los tres o cuatro mil siglos del reino de los reinos. Corre una ola de literatura que no habla de otra cosa más que del Estado, la sociabilidad, la formación humana. «República», la vieja palabra romana, empieza a circular de nuevo, sirviendo a la burguesía para subrayar su intención de empezar todo desde el principio. Se medita —de nuevo más tras las huellas de los griegos que de los romanos— acerca de la asociación de los hombres en comunidades, y se hace a fondo, como meticulosos pedantes que aún no saben que van a ser revolucionarios. (...)
Me da la impresión de que la sociedad actual, en medio de la terrible crisis de sus clases políticas, no puede hacer nada mejor que darse una pausa para la reflexión sobre cuestiones fundamentales. Hay que ganar tiempo para un debate constitucional que proceda a una indagación de la forma del mundo. Probablemente, el generalizado menear la cabeza en alusión a las deficiencias del personal político oculta un descontento global que aún no ha tomado forma: apostaría directamente a que se trata de los estados aurorales de una toma de conciencia de alcance mundial sobre insuficiencias antropológicas. Pues lo que salta a la vista de los intranquilos contemporáneos con respecto a tantos políticos —el hecho de que raramente estén a la altura de los retos globales— igualmente rige, con más razón, para los que no son políticos. Se debería examinar si la censura crónica a la clase política no será la proyección de un malestar general de la cultura mundial, sólo que cristalizado ante la prominencia política. Es en ésta donde se hace visible un nuevo tipo de discreta obscenidad, que sumerge en una misma situación embarazosa a todos los afectados, tanto actores como espectadores: la pretensión exagerada en la tribuna, el desconcierto en el servicio público, la desorientación en los puestos directivos, el palidecer ante los focos. Entre nosotros, la ignorancia está sentada en la primera fila. (...)
(Continúa en archivo adjunto)
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