domingo, 2 de diciembre de 2012

Susan Sontag (Segunda Entrega)


SUSAN SONTAG
Segunda Entrega
Susan Sontag, 1975. Foto de Nancy Crampton.

Mi Credo
Susan Sontag
Todas las cualidades que hacen de un escritor determinado valioso o admirable pueden situarse en la singularidad de su voz.
Pero esta singularidad, que se cultiva en privado y es el resultado de un largo aprendizaje en la reflexión y la soledad, es puesta a prueba sin cesar por el papel social que los escritores sienten que están llamados a desempeñar.
No pongo en duda el derecho del escritor a participar en el debate sobre asuntos públicos, a hacer causa común y ejercer la solidaridad con otros que le sean afines.
Tampoco arguyo que tal actividad arranque al escritor de ese espacio interior recluido, excéntrico donde la literatura se produce. Así ocurre con casi todas las otras actividades que constituyen la vida.
Pero una cosa es ofrecerse, movido por los imperativos de la conciencia o el interés, a participar, incitado, en el debate y en la acción públicas. Otra es producir opiniones –citas moralizantes– por encargo.
No: he estado allí, he hecho aquello. Si no: por esto, contra aquello.
Pero un escritor no debe ser una máquina de opiniones. Como lo formuló un poeta negro de mi país, cuando algunos compatriotas afroamericanos le reprocharon que no escribiera poemas sobre las humillaciones del racismo: “Un escritor no es una máquina de discos”.
La primera tarea de un escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad... Y negarse a ser cómplice de mentiras e información errónea. La literatura es la casa del matiz y de la indocilidad a las voces de la simplificación. La tarea del escritor es que sea más difícil creer a los saqueadores mentales. La tarea del escritor es hacernos ver el mundo tal cual, lleno de muchas reivindicaciones diferentes y papeles y vivencias.
Es la tarea del escritor representar las realidades: las realidades abyectas y las realidades del éxtasis. La esencia de la sabiduría que suministra la literatura (la pluralidad de la realización literaria) es ayudarnos a entender que, ocurra lo que ocurra, algo más siempre está sucediendo.
Estoy obsesionada con ese “algo más”.
Estoy obsesionada con el conflicto de los derechos y de los valores que aprecio. Por ejemplo, que –a veces– decir la verdad no promueve la justicia. Que –a veces– la promoción de la justicia puede suponer la supresión de una buena parte de la verdad.
Muchos de los escritores más notables del siglo XX, en su actividad de voces públicas, fueron cómplices en la ocultación de la verdad para promover lo que consideraban (y eran, en muchos casos) causas justas.
Me parece que si tengo que elegir entre la verdad y la justicia –por supuesto, no quiero elegir– elijo la verdad.
(De “La conciencia de las palabras”, en
“Al mismo tiempo”)

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La posición de Susan Sontag en la literatura estadounidense es un lugar de conflicto: en un país al que los escritores no suelen importarle demasiado, Sontag ha motivado debates de altura y diatribas descarnadas acerca de su obra, por supuesto, pero sobre todo acerca de su persona. En Estados Unidos, el hecho de que un novelista intervenga en política, interior o internacional, no es bien recibido. Sontag ha ido mucho más allá: ha visitado países en guerra; ha fustigado a los gobiernos estadounidenses con tanta dedicación como ferocidad; ha asumido, en definitiva, el papel de portavoz del intelectual comprometido. Desde su posición de neoyorquina arquetípica, ha ido por el mundo representando una ética del intelectual contemporáneo que no es frecuente, y la ha acompañado con textos de calidad constante y de naturaleza siempre controvertida.
Escritora y directora de cine considerada una de las intelectuales más influyentes en la cultura estadounidense de las últimas décadas. Desde los años 60 con sus ensayos «Notas sobre el Camp» (1964) publicado en la revista «Partisan Review» y «Contra la interpretación» (1966), Susan Sontag fue la sacerdotisa mayor de la vanguardia cultural estadounidense. Autora de 17 libros que fueron traducidos a 32 idiomas, unía la tradición liberal de izquierda y el modelo sartreano del intelectual comprometido. Su lucha contra el cáncer —murió de leucemia— la inspiró en «La enfermedad como metáfora» (1978). Estudió filosofía y literatura en Berkeley, Harvard y París. Casada con el sociólogo Philip Rieff tuvo un único hijo, David Rieff, un escritor. En sus últimos años, Sontag era la pareja de la fotógrafa Annie Leibovitz, con quien firmó «Ante el dolor de los demás» (2003). Entre otras obras escribió «Estilos radicales (1969), «Bajo el signo de Saturno» (1980), «Sobre la fotografía» (1977), «El sida y sus metáforas» (1987). Entre sus relatos, «El benefactor» (1963) y «El amante del volcán» (1992). En 2003 ganó el Premio Príncipe de Asturias y el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes.
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«Somos carne»
Por Susan Sontag
[Discurso de apertura de Susan Sontag en la entrega del premio Óscar Romero -patrocinado por la Capilla Rothko- a Ishai Menuchin, presidente de Yesh Gvul, el movimiento de soldados israelíes que se niegan a luchar. Pronunciado en Houston, Texas, el 30 de marzo del 2003]
(...) Todos somos reclutas en uno u otro sentido. Para todos nosotros es difícil romper filas; incurrir en la desaprobación, en la censura, en la violencia de una mayoría ofendida y con un concepto distinto de la lealtad. Nos amparamos con palabras estandarte, como justicia, paz y reconciliación, que nos alistan en comunidades nuevas, si bien más pequeñas y relativamente ineficaces, con otros de igual parecer, los cuales nos movilizan para la manifestación, la protesta, la ejecución pública de acciones de desobediencia civil, y no para la plaza de armas o el campo de batalla.
Perder el paso de la propia tribu; dar un paso fuera de la tribu a un mundo más amplio en sentido mental, pero más reducido en el numérico: si el aislamiento o la disidencia no es tu posición habitual o satisfactoria, este es un proceso complejo y difícil.
Es difícil contravenir la sabiduría de la tribu: la sabiduría que valora las vidas de sus miembros por encima de todas las demás. Siempre será impopular -siempre será considerado antipatriótico- afirmar que las vidas de los miembros de la otra tribu son tan valiosas como las de la propia.
Es más fácil entregar nuestra fidelidad a las personas que conocemos, a las que vemos, entre las que estamos incrustados, con las que compartimos -como bien puede ser el caso- la comunidad del miedo.
No subestimemos la fuerza de aquello a lo que nos oponemos. No subestimemos la represalia con la cual acaso se castigue a quienes se atreven a disentir de las brutalidades y represiones que se creen justificadas por los miedos de la mayoría.
Somos carne. Se nos puede perforar con una bayoneta, despedazar con un bombardero suicida. Se nos puede aplastar con un bulldozer, o abatir a tiros en una catedral.
El miedo vincula a la gente. Y el miedo la dispersa. El valor es inspiración de las comunidades; el valor de un ejemplo, pues el valor es tan contagioso como el miedo. Pero el valor, algunas de sus modalidades, puede también aislar a los valerosos.
El destino perenne de los principios: si bien todos afirman profesarlos es probable que se sacrifiquen cuando se vuelven incómodos. Por lo general un principio moral es algo que nos pone en desacuerdo con la práctica aceptada. Y ese desacuerdo acarrea sus consecuencias, a veces desagradables, pues la comunidad se venga de aquellos que ponen en entredicho sus contradicciones: quienes desean una sociedad que en verdad mantenga los principios que dice defender.
El criterio según el cual una sociedad debería en efecto encarnar los principios que profesa es utópico, en el sentido de que los principios morales contradicen las cosas como son y como serán siempre. Las cosas como son -y como serán siempre- no son del todo perversas ni del todo buenas, sino deficientes, inconsistentes e inferiores. Los principios nos incitan a que hagamos algo respecto del mar de contradicciones en el que funcionamos moralmente. Los principios nos incitan a que nos reformemos, a que seamos intolerantes con el relajamiento moral, la componenda, la cobardía y con volver la cara a lo que resulta perturbador: esa corrosión oculta del corazón, la cual nos dice que lo que estamos haciendo no está bien, y entonces nos aconseja que estaremos mejor si no pensamos en ello. (Continúa en archivo adjunto)
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Saint Genet, de Sartre
Por Susan Sontag
(1963)
(...) La libertad, la noción clave del existencialismo, se revela a sí misma en Saint Genet, aún más claramente que en El ser y la nada, como una obligación de asignar significado, una negativa a dejar solo al mundo. De acuerdo con la fenomenología sartreana de la acción, actuar es cambiar el mundo. El hombre, obsesionado por el mundo, actúa. Actúa para poder modificar el mundo con vistas a un fin, a un ideal. Por ello un acto es intencional, no accidental, y un accidente no debe ser tenido por acto. Ni los gestos de la personalidad ni las obras del artista están simplemente para ser experimentados. Deben ser comprendidos, deben ser interpretados como modificaciones del mundo. De este modo, Sartre, a través de Saint Genet, moraliza constantemente. Moraliza sobre los actos de Genet. (Todo el texto een archivo adjunto)
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Contra la interpretación
Por Susan Sontag
(1963)
(...) La interpretación es entonces una estrategia radical para conservar un texto antiguo, demasiado precioso para repudiarlo, mediante su refundición. El intérprete, sin llegar a suprimir o reescribir el texto, lo altera. Pero no puede admitir que es eso lo que hace. Pretende no hacer otra cosa que tornarlo inteligible, descubriéndonos su verdadero significado. Por más que alteren el texto, los intérpretes (otro ejemplo notable son las interpretaciones "espirituales" rabínicas y cristianas del indiscutiblemente erótico Cantar de los cantares) siempre sostendrán estar revelando un sentido presente en él.
En nuestra época, sin embargo, la interpretación es aun más compleja. Pues el celo contemporáneo por el proyecto de interpretación no suele ser suscitado por la piedad hacia el texto problemático (lo cual podría disimular una agresión), sino por una agresividad abierta, un desprecio declarado por las apariencias. El antiguo estilo de interpretación era insistente, pero respetuoso; sobre el significado literal erigía otro significado. El moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; escarba hasta " más allá del texto " para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero. Las doctrinas modernas más celebradas e influyentes, la de Marx: y la de Freud, son en realidad sistemas hermenéuticos perfeccionados, agresivas e impías teorías de la interpretación. Todos los fenómenos observables son catalogados, en frase de Freud, como contenido manifiesto. Este contenido manifiesto debe ser cuidadosamente analizado y filtrado para descubrir debajo de él el verdadero significado: el contenido latente. Para Marx, los acontecimientos sociales, como las revoluciones y las guerras; para Freud, los acontecimientos de las vidas individuales (como los síntomas neuróticos y los deslices del habla), al igual que los textos (como un sueño o una obra de arte), todo ello, está tratado como pretexto para la interpretación. Según Marx: y Freud estos acontecimientos sólo son inteligibles en apariencia. De hecho, sin interpretación, carecen de significado. Comprender es interpretar. E interpretar es volver a exponer el fenómeno con la intención de encontrar su equivalente.
Así pues, la interpretación no es (como la mayoría de las personas presume) un valor absoluto, un gesto de la mente situado en algún dominio intemporal de las capacidades humanas. La interpretación debe ser a su vez evaluada, dentro de una concepción histórica de la conciencia humana. En determinados contextos culturales, la interpretación es un acto liberador. Es un medio de revisar, de transvaluar, de evadir el pasado muerto. En otros contextos culturales es reaccionaria, impertinente, cobarde, asfixiante.
4. La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.
Y aún más. Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados. Es convertir el mundo en este mundo (¡"este mundo"! ¡Como si hubiera otro!).
El mundo, nuestro mundo, está ya bastante reducido y empobrecido. Desechemos, pues, todos sus duplicados, hasta tanto experimentemos con más inmediatez cuanto tenemos.
5. En la mayoría de los ejemplos modernos, la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola la obra de arte. El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte.
Este filisteísmo de la interpretación es más frecuente en la literatura que en cualquier otro arte. Hace ya décadas que los críticos literarios creen que su labor consiste en transformar los elementos del poema, el drama, la novela o la narración en otra cosa. (Todo el texto een archivo adjunto)
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Apuntes sobre lo «Camp»
(Fragmentos)
Por Susan Sontag
(1964)
(...) Una categoría estética (en lo que se diferencia de una simple idea) es una de las cosas más difíciles de las que hablar; pero hay algunas razones especiales por las que el Camp nunca ha sido tratado. La cuestión es que no es una categoría estética natural, si es que hubiese alguna. De hecho la esencia de lo Camp es el amor por lo poco natural: el artificio y la exageración. El camp es para iniciados, algo así como un código privado, incluso una insignia de identidad entre pequeños grupos urbanos. Aparte de la escena de dos páginas de la novela de Christopher Iserwood "El mundo al atardecer" (1954), apenas ha llegado ser referido. Hablar del Camp es por lo tanto, traicionarlo. Si la traición puede ser defendida, será por la satisfacción que nos garantice, o por la importancia de los conflictos que nos resuelva. Por mi parte, alego la excusa de la propia satisfacción y el prurito del agudo conflicto que crea con mi propia estética. Me siento fuertemente atraida por el Camp y a la vez fuertemente repelida. Por eso quiero hablar sobre ello, y por eso puedo. Nadie que comparte incondicionalmente una categoría estética puede analizarla; solo puede, sea cual sea su intención, enseñarla. Para nombrar una categoría estética, para dibujar sus contornos y contar su historia, hace falta una profunda empatía matizada por repulsión.
Aunque estoy hablando sólo de la categoría estética -y sobre una categoría en concreto que, entre otras cosas, convierte lo serio en frívolo- es un asunto serio. La mayoría de la gente cree que un gusto o una categoría estética es el reino de las preferencias subjetivas, esas misteriosas atracciones, la mayor parte de las veces de carácter sensual, que no están bajo la soberanía del raciocinio. Permiten que sus consideraciones sobre el gusto jueguen parte en sus reacciones hacia la gente o hacia las obras de arte. Pero está actitud es naif. Y lo que es peor. Tratar con condescendencia la propia percepción del gusto, es tratarse con condescendencia a uno mismo. Ya que el gusto dirige cada respuesta humana libre -en oposición a las adquiridas socialmente-. Nada es más decisivo. Hay sentido del gusto por las personas, gusto visual, gusto en las emociones, así como en actos y moralidad. La inteligencia, de hecho es una forma de gusto: el gusto sobre las ideas. (Continúa en archivo adjunto)

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Bajo el signo de Saturno
(Sobre Walter Benjamin)
Por Susan Sontag
(1980)
(...) Para el personaje nacido bajo el signo de Saturno, el tiempo es el medio de la coacción, de la inadecuación, de la repetición, del mero cumplimiento. En el tiempo, se es sólo lo que se es: lo que siempre se ha sido. En el espacio se puede ser otra persona. El escaso sentido de la dirección de Benjamin y su incapacidad de leer un mapa de calles se convierten en su amor a los viajes y en su dominio del arte de extraviarse. El tiempo no nos da mucho plazo: nos lanza desde atrás, sopla sobre nosotros y nos empuja por el estrecho embudo del presente hacia el futuro. Pero el espacio es ancho, lleno de posibilidades, posiciones intersecciones, pasajes, rodeos, vueltas en «U», callejones sin salida y calles de un solo sentido. De hecho, demasiadas posibilidades. Como el temperamento saturnino es lento, proclive a la indecisión, a veces hay que abrirse paso con un cuchillo. A veces, terminamos volviendo el cuchillo contra nosotros.
La marca del temperamento saturnino es la relación autoconsciente e implacable con el yo, que nunca puede darse por sentado. El ego es un texto: hay que descifrarlo (Por ello, es un temperamento idóneo para los intelectuales.) El ego es un proyecto, algo que construir. (Por tanto, es un temperamento idóneo para artistas y mártires, los que cortejan “la pureza y la hermosura de un fracaso”, como dice Benjamin de Kafka.) Y el proceso de construir un ego y sus obras siempre es demasiado lento. Siempre está uno atrasado consigo mismo.
(Continúa en archivo adjunto)
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La bella intelligentsia
Por Eve Gil
(...) Más que una intelectual, Susan Sontag era una genuina amazona de las ideas que revolucionó en todos los campos en que incursionó: en la novelística nortearmericana, al introducir el discurso ensayístico; en la concepción de la cultura como ente restringido a las masas al instituir el término "camp" como imbricación de lo "culto" y lo popular (se reconocía fan de las películas de cowboys y se dejó retratar para la portada de Harpers Bazaar sin por ello perder respetabilidad); en las anquilosadas ideas del feminismo quema sostenes al asumir orgullosamente su maternidad y repensar la pornografía como fenómeno cultural antes que como producto de consumo, atentatorio de la mujer. (Todo el texto een archivo adjunto)
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