20 Aniversario de Alberto Moravia: 2da. Entrega
20 ANIVERSARIO DE
ALBERTO MORAVIA
(Roma, 28 de noviembre de 1907-
Roma, 26 de setiembre de 1990)
–Segunda Entrega–
–Segunda Entrega–
Foto: Archivo Fondo Alberto Moravia
Prefacio a
Los Moralistas Modernos
(Prefazio a I moralisti moderni, 1959)
Los Moralistas Modernos
(Prefazio a I moralisti moderni, 1959)
Moralistas modernos. La palabra moralista evoca todo un mundo desaparecido: los moralistas griegos y romanos, los moralistas cristianos, los moralistas franceses e ingleses. Porque no pueden haber moralistas sin una idea del hombre, o sea sin un humanismo. Ahora bien, el humanismo es el gran derrotado de esta primera mitad del siglo. Basta, por ejemplo, echar una mirada a las artes para comprender que todo lo que es humano y humanista aburre, irrita, repugna, parece irreal, superfluo, inútil. (...) Sin embargo, cae de su propio peso que las modas artísticas son efectos y no causas, es decir que el antihumanismo tiene orígenes profundos que llegan más allá de las ingeniosas explicaciones de los artistas y de sus exégetas. En realidad, el antihumanismo moderno está en la vida misma antes que en el arte.
Podríamos atribuir el antihumanismo contemporáneo a la revolución industrial y al consiguiente fenómeno de la producción en serie.
Pero la revolución industrial no puede explicar más que el aspecto, digamos, horizontal, o sea extensivo, del fenómeno. Verticalmente, vale decir en profundidad, la desvalorización del humanismo parece que se ha de atribuir al hecho de que en esta primera mitad del siglo, las tendencias destructivas y mortuorias han prevalecido sobre las creadoras y vitales. Como si la humanidad, acaso en el umbral de una nueva era, se sintiera de pronto más atraída por la muerte que por la vida. Los campos de exterminio nazis pueden considerarse con toda razón como la consecuencia lógica de estas tendencias suicidas. Los nazis, en efecto, mostraron de manera irremediable que en los últimos cuatro mil años los valores de la humanidad no eran más que humo y que, si se quería, se podía disipar este humo al viento, al igual que el que salía de sus hornos crematorios.
Parecerá extraño que un prefacio a los moralistas modernos hablemos de los nazis. Pero sólo lo parecerá a quienes ignoran o quieren ignorar que el nazismo no ha sido una explosión de insignificante criminalidad, sino una experiencia cultural muy coherente, si bien perfectamente negativa. Más aún, diríamos que, cronológicamente, ha sido nuestra última experiencia cultural. Y a ella, por desgracia, no siguió la creación de un nuevo humanismo, sino las distintas restauraciones que hoy agobian al mundo.
Por otra parte, es significativo el hecho de que el nazismo surgiera de un pueblo nada periférico con respecto de nuestra civilización, antes bien, decididamente central. De manera que se nos ocurre la sospecha de que los alemanes hayan concebido el nazismo por sí y por los otros pueblos, inclusive por los que lo combatieron y lo derribaron.
Hoy los hombres se desprecian los unos a los otros; o bien se estiman por motivos de complicidad conformista que equivalen al desprecio. Es difícil decir cuál es el origen de este universal desprecio de todos para todos; probablemente hemos de buscarlo en los acontecimientos de la primera mitad de este siglo, por cierto nada edificantes. El desprecio que hoy, a falta de otro vínculo, acomuna a los hombres, mucho se parece al modo de relación de los súbditos de una dictadura. Diríase que hoy los hombres se desprecian recíprocamente, ya sea porque han vivido bajo una dictadura, ya sea porque viven bajo ella, ya sea porque saben que podrían tener que soportarla.
De todas maneras, el desprecio es hoy el sentimiento sobreentendido en toda sociedad; desprecio tan profundo y radicado que hasta renuncia a toda expresión, como a cosa inútil y sin objeto: los hombres hoy se desprecian a tal punto que les parecería despreciarse un poco menos si lo mostraran. Por esto, el mundo moderno, además de ser el mundo del desprecio, es también el mundo de la hipocresía y del conformismo. Por otra parte, aun antes de despreciar a los otros, hoy los hombres se desprecian a sí mismos.
Podríamos atribuir el antihumanismo contemporáneo a la revolución industrial y al consiguiente fenómeno de la producción en serie.
Pero la revolución industrial no puede explicar más que el aspecto, digamos, horizontal, o sea extensivo, del fenómeno. Verticalmente, vale decir en profundidad, la desvalorización del humanismo parece que se ha de atribuir al hecho de que en esta primera mitad del siglo, las tendencias destructivas y mortuorias han prevalecido sobre las creadoras y vitales. Como si la humanidad, acaso en el umbral de una nueva era, se sintiera de pronto más atraída por la muerte que por la vida. Los campos de exterminio nazis pueden considerarse con toda razón como la consecuencia lógica de estas tendencias suicidas. Los nazis, en efecto, mostraron de manera irremediable que en los últimos cuatro mil años los valores de la humanidad no eran más que humo y que, si se quería, se podía disipar este humo al viento, al igual que el que salía de sus hornos crematorios.
Parecerá extraño que un prefacio a los moralistas modernos hablemos de los nazis. Pero sólo lo parecerá a quienes ignoran o quieren ignorar que el nazismo no ha sido una explosión de insignificante criminalidad, sino una experiencia cultural muy coherente, si bien perfectamente negativa. Más aún, diríamos que, cronológicamente, ha sido nuestra última experiencia cultural. Y a ella, por desgracia, no siguió la creación de un nuevo humanismo, sino las distintas restauraciones que hoy agobian al mundo.
Por otra parte, es significativo el hecho de que el nazismo surgiera de un pueblo nada periférico con respecto de nuestra civilización, antes bien, decididamente central. De manera que se nos ocurre la sospecha de que los alemanes hayan concebido el nazismo por sí y por los otros pueblos, inclusive por los que lo combatieron y lo derribaron.
Hoy los hombres se desprecian los unos a los otros; o bien se estiman por motivos de complicidad conformista que equivalen al desprecio. Es difícil decir cuál es el origen de este universal desprecio de todos para todos; probablemente hemos de buscarlo en los acontecimientos de la primera mitad de este siglo, por cierto nada edificantes. El desprecio que hoy, a falta de otro vínculo, acomuna a los hombres, mucho se parece al modo de relación de los súbditos de una dictadura. Diríase que hoy los hombres se desprecian recíprocamente, ya sea porque han vivido bajo una dictadura, ya sea porque viven bajo ella, ya sea porque saben que podrían tener que soportarla.
De todas maneras, el desprecio es hoy el sentimiento sobreentendido en toda sociedad; desprecio tan profundo y radicado que hasta renuncia a toda expresión, como a cosa inútil y sin objeto: los hombres hoy se desprecian a tal punto que les parecería despreciarse un poco menos si lo mostraran. Por esto, el mundo moderno, además de ser el mundo del desprecio, es también el mundo de la hipocresía y del conformismo. Por otra parte, aun antes de despreciar a los otros, hoy los hombres se desprecian a sí mismos.
El Erotismo en la Literatura
Alberto Moravia
Alberto Moravia
El erotismo en la literatura moderna no se asemeja al erotismo de la literatura pagana ni al de las literaturas sucesivas; en todo caso, más al primero que al segundo, pero con la diferencia de que el erotismo de la literatura pagana tiene toda la inocencia, la brutalidad y la compactibilidad de una naturaleza que el sentido cristiano del pecado aún no ha dividido y rebelado contra sí; en tanto que el erotismo de la literatura moderna no puede menos que tener en cuenta la experiencia cristiana. En otros términos, el erotismo de la literatura moderna nace no ya de una situación de naturaleza, sino de un proceso de liberación de anteriores vetos y tabúes. La libertad de los paganos era un hecho indeliberado, ingenuo; la de los modernos, en cambio, es cosa recobrada, reconquistada. En compensación, el erotismo de la literatura moderna tiene, o debería tener, el carácter que es propio de los argumentos que no resaltan ni ocasionan escándalo, que, en suma, son normales; entendiendo con esta palabra la transformación del hecho sexual en algo científicamente conocido y poéticamente valedero, y por ello insignificante desde el punto de vista ético.
Alberto Moravia
La Vida Interior
(Fragmento)
Yo: ¿Por qué me describes tan detalladamente los movimientos de su mano?
Desideria: Para darte la impresión de mi perplejidad o, si quieres, de mi curiosidad. Su alusión tan insistente al amor a tres había traído a mi memoria la escena que había sorprendido, sin quererlo, en el dormitorio de Viola. Este recuerdo, y el de la obsesión sodomítica de Tiberi, me habían hecho pensar en que cada hombre (y, naturalmente, cada mujer) tiene un lenguaje erótico propio, al que no puede escapar y no puede variar en ningún caso más de cuanto puede variar la lengua nativa. Así, ahora me preguntaba cuál sería el lenguaje de Erostrato conmigo y de qué precisa comunicación original era su insignificante introducción la caricia casual y genérica de la mano.
Yo: ¿Qué ocurrió luego?
Desideria: Estaba de pie, muy apretada contra él, con el vestido levantado por delante y cayéndome por detrás sobre las pantorrillas. Me sentía en desorden, embarazosa. Entonces hice con varias manos el ademán de tirarme hacia arriba de la falda para desnudarme por completo. Pero él me detuvo con dulzura, y luego, con un empuje gradual, me hizo retroceder hasta la cama y me tumbó boca arriba en la misma. Temiendo que hubiese olvidado mi recomendación, le dije: —Recuerda que soy virgen y que quiero seguir siéndole.
Respondió, cabizbajo: —Puedes estar tranquila.
Tranquilizada, incliné la cabeza hacia los hombros y lo observé con curiosidad mientras me manipulaba para prepararme al amor, con movimientos rápidos, pero exactos y llenos de un curioso aire de devoción, exactamente igual que un sacerdote que prepara apresuradamente un altar improvisado, antes de celebrar en él el rito.
Yo: ¿El rito?
Desideria: Se trataba precisamente de un rito. Lo comprendí no sólo por la reverencia de los gestos con los que me acomodaba, sino también por el hecho de que cuando, finalmente, me tuvo completamente desnuda de la cintura para abajo, con el vestido cuidadosamente doblado sobre el vientre y las piernas completamente abiertas, se arrodilló ante mí y, durante un momento que me pareció interminable, se dedicó a una especie de contemplación casi religiosa.
Yo: ¿Contemplación?
Desideria; Sí, tanto que por un momento esperé que juntase las manos y se pusiera a rezar, como hace un fiel antes el símbolo de su religión.
Yo: Pero, ¿qué religión? Quiero decir de qué modo ésa que tú llamas religión era distinta de la análoga religión, pongamos por caso, de Tiberi.
Desideria: ¡Oh, era una religión completamente distinta! Tiberi se había comportado como quien, frente a una puerta cerrada, trata de echarla abajo para entrar en casa, llevar la devastación y salir de ella lo más pronto posible. Por el contrario, Erostrato quería sólo llamar a la puerta, esperaba que se le abriese y se hacía la ilusión de poder permanecer en casa para siempre.
Desideria: Para darte la impresión de mi perplejidad o, si quieres, de mi curiosidad. Su alusión tan insistente al amor a tres había traído a mi memoria la escena que había sorprendido, sin quererlo, en el dormitorio de Viola. Este recuerdo, y el de la obsesión sodomítica de Tiberi, me habían hecho pensar en que cada hombre (y, naturalmente, cada mujer) tiene un lenguaje erótico propio, al que no puede escapar y no puede variar en ningún caso más de cuanto puede variar la lengua nativa. Así, ahora me preguntaba cuál sería el lenguaje de Erostrato conmigo y de qué precisa comunicación original era su insignificante introducción la caricia casual y genérica de la mano.
Yo: ¿Qué ocurrió luego?
Desideria: Estaba de pie, muy apretada contra él, con el vestido levantado por delante y cayéndome por detrás sobre las pantorrillas. Me sentía en desorden, embarazosa. Entonces hice con varias manos el ademán de tirarme hacia arriba de la falda para desnudarme por completo. Pero él me detuvo con dulzura, y luego, con un empuje gradual, me hizo retroceder hasta la cama y me tumbó boca arriba en la misma. Temiendo que hubiese olvidado mi recomendación, le dije: —Recuerda que soy virgen y que quiero seguir siéndole.
Respondió, cabizbajo: —Puedes estar tranquila.
Tranquilizada, incliné la cabeza hacia los hombros y lo observé con curiosidad mientras me manipulaba para prepararme al amor, con movimientos rápidos, pero exactos y llenos de un curioso aire de devoción, exactamente igual que un sacerdote que prepara apresuradamente un altar improvisado, antes de celebrar en él el rito.
Yo: ¿El rito?
Desideria: Se trataba precisamente de un rito. Lo comprendí no sólo por la reverencia de los gestos con los que me acomodaba, sino también por el hecho de que cuando, finalmente, me tuvo completamente desnuda de la cintura para abajo, con el vestido cuidadosamente doblado sobre el vientre y las piernas completamente abiertas, se arrodilló ante mí y, durante un momento que me pareció interminable, se dedicó a una especie de contemplación casi religiosa.
Yo: ¿Contemplación?
Desideria; Sí, tanto que por un momento esperé que juntase las manos y se pusiera a rezar, como hace un fiel antes el símbolo de su religión.
Yo: Pero, ¿qué religión? Quiero decir de qué modo ésa que tú llamas religión era distinta de la análoga religión, pongamos por caso, de Tiberi.
Desideria: ¡Oh, era una religión completamente distinta! Tiberi se había comportado como quien, frente a una puerta cerrada, trata de echarla abajo para entrar en casa, llevar la devastación y salir de ella lo más pronto posible. Por el contrario, Erostrato quería sólo llamar a la puerta, esperaba que se le abriese y se hacía la ilusión de poder permanecer en casa para siempre.
* * * * *
Alberto Moravia
"Es correcto ser villanos"
“Debo decirte, en este punto, una cosa que acaso te parecerá inmoral: de mis desaventuras políticas, de mi fuga a las montañas, de mi vida entre los campesinos aterrorizados del frente de Garigliano, he extraído la profunda convicción de que, así como están las cosas, hay muy poco qué hacer y será mucho si logramos salvar el pellejo. En otros términos, será necesario hacer de la necesidad virtud y ya que los intelectuales no son fuertes, deben ser astutos, so pena la vida. Éste es un mundo de locos sanguinarios e innobles que eva- lúan al intelectual como propagandista; o bien, como un cuerpo que debe ponerse al lado de los otros, listo para ser masacrado a la primera oportunidad. Éste es un mundo en el que las cosas son las que guían el pensamiento y no el pensamiento las cosas. Éste es un mundo donde todos son maquiavélicos, desde las naciones hasta los santos, y el intelectual, si quiere salvar lo que lleva consigo, también debe ser, compatiblemente con sus premisas, maquiavélico. ¿Qué pretendo con esto? Lo que trato de decir es que, en un mundo como éste, es correcto ser villanos. Desde el momento en el que alguien me apunta un revolver en la nuca, yo estoy autorizado a utilizar con él todos los medios, incluidos los más desleales y más feroces. En otras palabras, este alguien, que además es el mundo de hoy, ya no me interesa, está perdido para mí".
* * * * * Moravia por Dacia Maraini
En el prefacio a la segunda edición de la entrevista, publicada en 2000, la escritora habla del futuro para Moravia: "no conocí a nadie más inclinado hacia el futuro que Alberto: abría los ojos de par en par para ver mejor, para ver en el horizonte la novedad que avanzaba como la punta de un árbol que luego, poco a poco, se transformaría en un barco con todas las velas desplegadas". Por eso, explica la escritora, "no se detenía nunca, durante las tantas conversaciones con los amigos, que amaba y cultivaba, a contar de cuando era niño o a recordar alguna cosa de su padre o de su madre. Como si escribiendo Los Indiferentes, Agostino e Invierno de enfermo se hubiera liberado, de una vez por todas de esos sacos pesados e invasivos". Y agrega: "su negación del pasado era también un modo de conservarse mentalmente joven, sin lazos con fechas fijas que lo entretuvieran en los comienzos del siglo. Quería ser libre de inventarse y por eso era intolerante de todo lazo de la memoria".
* * * * *
Alberto Moravia:
"Las mujeres son
la parte salvaje de la humanidad"
la parte salvaje de la humanidad"
P. ¿Qué es la mujer en su vida?R. Mis libros son novelas dramáticas disfrazadas de novela. Los indiferentes fue una tentativa de fundir el teatro con la novela. Me vino espontáneamente. Pero no amo mis libros. Me gustan más los de los otros. Y por lo que se refiere a las mujeres... Las mujeres son la mitad de la humanidad. Son la humanidad salvaje, porque han estado siempre constreñidas a permanecer en las lindes del poder social. Esto significa hoy estar en condiciones aventajadas. Como emerge el Tercer Mundo emergen también las mujeres. En mis libros está todo lo que yo pienso sobre las mujeres. En cuanto al amor con una mujer pienso que el amor es como un árbol con muchas ramas y muchísimas raíces. Y la traición no se refiere al amor; la traición es una palabra militar, quizá existe en la amistad.
* * * * *
Moravia volvió a ser
Pincherle para casarse
Pincherle para casarse
con la española Carmen Llera
El autor de La vida interior, de 78 años, de pie, con chaqueta marrón y pantalones grises se oyó preguntar por el oficial del Ayuntamiento de Roma: "Alberto Pincherle, ¿quiere usted como esposa a Carmen Llera?". Porque Pincherle es el verdadero apellido del escritor, que se ha casado con Carmen, una española de 31 años. No había sido posible mantener el secreto. Roma les había preparado una mañana de frío de abrigo. Pero con sol. En el soberbio Capitolio, sede del Ayuntamiento de Roma, esperaban a la pareja más de 50 fotógrafos, docenas de operadores de cine y televisión y cientos de magnetófonos. No hubo, sin embargo, como ya habían anunciado los novios, ni amigos, ni flores, ni escritores famosos. No quisieron ni que fuese el alcalde quien bendijese el matrimonio del viudo Moravia con la separada Carmen, la tudelana a quien los italianos miraban ayer con ojos lánguidos diciendo: "Es más guapa en carne y hueso que en las revistas".
* * * * *
Alberto Moravia
La Romana
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
CAPÍTULO I
A los dieciséis años, yo era una verdadera belleza. Mi rostro tenía un óvalo perfecto, estrecho en las sienes y un poco ancho abajo, los ojos rasgados, grandes y dulces, la nariz recta, en una sola línea con la frente, la boca grande con los labios bellos, rojos y carnosos y, si me reía, mostraba unos dientes regulares y muy blancos. Mi madre solía decirme que parecía una Virgen. Yo me di cuenta de que me parecía a una actriz de cine, muy de moda entonces, y empecé a peinarme igual que ella. Mi madre decía que, si mi cara era bonita, mi cuerpo era cien veces más bello. Un cuerpo como el mío, según ella, no se encontraba en toda Roma. Pero entonces yo no me preocupaba de mi cuerpo, me parecía que toda la belleza estaba en la cara, pero hoy puedo afirmar que mi madre tenía razón. Mis piernas eran firmes y derechas, las caderas redondas, el tronco largo, estrecho en la cintura y ancho en los hombros. Tenía el vientre, como siempre lo he tenido, un poco prominente, con el ombligo que casi no se veía de tan hundido como estaba en la carne; pero mi madre decía que eso era más bonito aún, porque el vientre debe ser un poco salido, y no liso como hoy se usa. También era prominente mi pecho, duro y alto, capaz de mantenerse sin necesidad de sostén, y lo mismo que con el vientre, si me lamentaba de que mi pecho era demasiado voluminoso, mi madre replicaba que era hermoso de veras y que el pecho de las mujeres, hoy día, no vale nada. Desnuda, como se me hizo notar más tarde, aparecía corpulenta y llena, formada como una estatua, pero vestida parecía una muchachita menuda y nadie hubiera podido pensar que estaba hecha de aquel modo. Aquello dependía de la proporción de las partes, como me dijo el pintor para el cual empecé a posar.
* * * * *
Alberto Moravia
La Campesina
CAPÍTULO PRIMERO
Pero yo se lo di todo a mi marido, cordón y zapato, porque era mi marido y también porque me llevaba a Roma y estaba contenta de ir y no sabía que, precisamente en Roma, me esperaba la desgracia. Tenía la cara redonda, los ojos negros, grandes y penetrantes, y el pelo, negro también, me crecía casi sobre los ojos, recogido en dos trenzas muy tupidas que pare cían cuerdas. Tenía la boca roja como el coral y, cuando me reía, enseñaba dos hileras de dientes blancos, regulares y apretados. Era fuerte, entonces, y sobre el rodete, en equilibrio sobre la cabeza, era capaz de llevar hasta medio quintal. Mi padre y mi madre eran labradores, ya se sabe, pero me habían hecho un ajuar como a una señora, treinta de todo: treinta sábanas, treinta fundas de almohada, treinta pañuelos, treinta camisas, treinta bragas. Todo género fino, de lino recio hilado y tejido a mano por la misma mamá, en su telar, y algunas sábanas también tenían la parte que se ve toda bordada con muchos bordados muy bonitos. También tenía corales, de esos que valen más, de color rojo oscuro, un collar de corales, zarcillos de oro y de corales, un anillo de oro con un coral, y hasta un hermoso broche también de oro y de corales. Además de los corales, tenía algunos objetos de oro, de familia, y un medallón para prender sobre el pecho, con un camafeo muy hermoso, en el cual se veía a un pastorcillo con sus ovejas.
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