Noventa Años de Boris Vian.
NOVENTA AÑOS DE
BORIS VIAN
(París, 10 de marzo de 1920 - 23 de junio de 1959)
(...) Poeta, ingeniero, humorista, cineasta, novelista, trompetista y corneta, cantante, autor de más de 400 canciones, dramaturgo vitriólico, insigne pedagogo patafísico, crítico de jazz, director artístico de una discográfica, autor de óperas y ballets imposibles, pionero de las discotecas, as del volante y príncipe republicano de Saint Germain de Prés en su periodo de máximo esplendor (1947-1950), Boris Vian recibe hoy en el noventa aniversario de su nacimiento, el homenaje de sus compatriotas con la tardía edición de sus novelas en la prestigiosa colección La Pléiade, de la editorial Gallimard de su amigo Gaston, a cuyos cócteles solía asistir con frecuencia para asombrarse por la voracidad de las gentes de letras ante los canapés y "sobre todo para ver a Merleau-Ponty en plan pastelito". Boris Vian fue primero amigo y discípulo de Sartre y su tribu, y luego, por inesperados giros de su vida literaria, política y conyugal, enemigo irónico y despiadado del pope existencialista. (...) Para los gacetilleros ("meatextos") que comentaban, con gran éxito de prensa, los excesos de los jóvenes pervertidos por el virus existencialista, Boris Vian era el paradigma, improbable por imposible de imitar, de aquella juventud marcada por la guerra y con ganas de marcha. Los "meatextos" que se aprovechaban del ambiente noctámbulo del Barrio Latino para escandalizar un poco y moralizar un mucho a su aburrida clientela confundían el existencialismo con el boogie-woogie. Sartre solo pisó una vez el «Tabou», cava iniciática en la que sonaron los fondos de su discoteca, prestados o intercambiados con Boris. Vian siempre fue joven pero nunca existencialista. En un escatológico y laudatorio artículo titulado «Sartre y la mierda», el autor anota: "No soy existencialista. En efecto, para un existencialista la existencia precede a la esencia. Para mí no hay esencia". Las múltiples y fragantes esencias del extravagante y eximio polígrafo se diluyen en una obra inabarcable: "Cuando escribo en broma parezco sincero y cuando escribo de verdad creen que bromeo", reflexionaba este maestro de la ironía tras el éxito y el escándalo que saludaron la publicación de «Escupiré sobre vuestras tumbas», la novela de un presunto autor negro y norteamericano que presuntamente ningún editor se había atrevido a publicar en su país de origen. Escrita en 15 días por una apuesta editorial, esta novela, doblemente negra, se presentó como original de "Vernon Sullivan", traducida del "americano" por Boris Vian, que tendría que recurrir posteriormente a un colega para traducirla al inglés durante un largo y jugoso pleito iniciado por los amigos de la moral y de las buenas costumbres, enemigos acérrimos del autor, demonios familiares que exorcizó a lo largo de su vasta y dispersa obra, siempre en defensa de los valores que le habían inculcado también en familia, un infinito desprecio por el Dinero, la Iglesia, el Ejército, la Política y el Trabajo. Moncho Alpuente. (Continúa en archivo adjunto)
La Hierba Roja
(L'Herbe Rouge, 1948)
CAPÍTULO PRIMERO
(...) De pie, un poco aturdido, esperaba el regreso de Saphir. Así, simplemente, empezó todo. Era un día normal y corriente; sólo un observador avezado habría podido reparar en los hilos dorados que agrietaban el azul del cielo, encima mismo de la máquina. Pero los ojos pensativos de Wolf soñaban por entre la hierba roja. De vez en cuando se oía el eco fugitivo de un coche tras el muro oeste del Cuadrado, que bordeaba la carretera. Los sonidos llegaban lejos, porque era día de descanso y la gente se aburría en silencio.
Entonces se oyó jadear el motor de la vespa por el camino enladrillado; pasaron algunos segundos y Wolf, sin volverse, percibió a su lado el rubio perfume de su mujer. Levantó la mano y su dedo pulsó el contacto. El motor se puso a girar silbando suavemente. La máquina vibraba. La cabina gris volvió a su lugar encima del pozo. Nadie se movía. Saphir tenía cogida de la mano a Folavril, que ocultaba sus ojos tras un enrejado de cabellos dorados. (Continúa en archivo adjunto)
Entonces se oyó jadear el motor de la vespa por el camino enladrillado; pasaron algunos segundos y Wolf, sin volverse, percibió a su lado el rubio perfume de su mujer. Levantó la mano y su dedo pulsó el contacto. El motor se puso a girar silbando suavemente. La máquina vibraba. La cabina gris volvió a su lugar encima del pozo. Nadie se movía. Saphir tenía cogida de la mano a Folavril, que ocultaba sus ojos tras un enrejado de cabellos dorados. (Continúa en archivo adjunto)
Escupiré Sobre Vuestra Tumba
CAPÍTULO II
CAPÍTULO II
(...) Hacía buen tiempo. Estaba terminando el verano. La ciudad olía a polvo. A la orilla del río, se estaba fresquito bajo los árboles. No había salido aún desde mi llegada, y no conocía nada del campo, de las afueras de la ciudad. Necesitaba cambiar un poco de aires. Pero sentía también una necesidad mucho más acuciante, que me atormentaba. Me hacían falta mujeres.
Aquella tarde, a las cinco, al bajar la persiana metálica, no me quedé dentro trabajando como de costumbre a la luz de los fluorescentes. Cogí el sombrero y, con la chaqueta colgada del brazo, me fui directamente al drugstore de enfrente. Yo vivía justamente encima. En el drugstore había tres clientes. Un chico de unos quince años y dos chicas de la misma edad, más o menos. Me miraron con aire ausente y volvieron a sumirse en la contemplación de sus vasos de leche helada. La mera visión de este brebaje estuvo a punto de matarme. Afortunadamente llevaba el antídoto en el bolsillo de mi chaqueta. (Continúa en archivo adjunto)
Aquella tarde, a las cinco, al bajar la persiana metálica, no me quedé dentro trabajando como de costumbre a la luz de los fluorescentes. Cogí el sombrero y, con la chaqueta colgada del brazo, me fui directamente al drugstore de enfrente. Yo vivía justamente encima. En el drugstore había tres clientes. Un chico de unos quince años y dos chicas de la misma edad, más o menos. Me miraron con aire ausente y volvieron a sumirse en la contemplación de sus vasos de leche helada. La mera visión de este brebaje estuvo a punto de matarme. Afortunadamente llevaba el antídoto en el bolsillo de mi chaqueta. (Continúa en archivo adjunto)
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